Joven y simpático, así describen a Sorolla las primeras crónicas de prensa en las que encontramos su rastro. Fueron innumerables, pues disfrutó en vida de gran éxito, con una calle a su nombre en Valencia, críticas favorables e importantes encargos, dentro y fuera de España, que lo encumbraron como el artista de mayor proyección internacional de su tiempo.
Capaz de proyectar su carrera desde sus inicios –"Comprendo que hay que hacer cosas bonitas para ganar cuartos", escribía con 25 años a su amigo Pedro Gil desde Italia– Joaquín Sorolla y Bastida (Valencia, 1863 - Cercedilla, 1923) no venía de una familia acomodada. Sus padres, comerciantes de telas, fallecieron cuando tan solo tenía dos años, y el pintor se crio, junto a su hermana Concha, con sus tíos. Parece que no fue un estudiante muy aplicado, distraído siempre con sus dibujos. Su tío, cerrajero, cortó por lo sano y le metió de aprendiz en su taller, algo que, lejos de molestar al pequeño Sorolla le llenó de gozo porque comenzó clases de dibujo en la Escuela de Artesanos por las noches.
Con quince años ingresó en la Academia de San Carlos de Valencia donde sus maestros, Gonzalo Salvá e Ignacio Pinazo, le introdujeron en la pintura al aire libre, esa que nunca abandonará y que le llevará a plantar el caballete sobre la arena de la playa o, ya en sus últimos lienzos, en los jardines de su casa. En esta escuela conoce a Juan Antonio García, hijo del fotógrafo Antonio García, que será uno de sus grandes protectores y consejeros, además de suegro, pues es también padre de Clotilde, el gran amor del pintor.
Ávido de conocer y de darse a conocer, viaja por primera vez a Madrid en 1881 y cae deslumbrado ante Goya y Velázquez en el Museo del Prado. Con el tiempo la crítica se referiría a él como "el nuevo Velázquez", etiqueta con la que el artista se sentiría cómodo: "No hay para mí –decía– pintor más grande". Cuatro años después fue pensionado por la Diputación de Valencia con 3.000 pesetas anuales para ir a Roma.
Perfecciona en la Academia Española de Bellas Artes su formación en clases de desnudo y se empapa del arte antiguo y de los grandes maestros que le ofrecía la capital italiana. Aprovecha además para viajar a París, invitado por su amigo Pedro Gil, y entra en contacto con la pintura social, del naturalismo de Jules Bastien-Lepage al realismo pictórico del alemán Adolph Menzel. Estos nombres, junto a los americanos John Singer Sargent y James M. Whistler, serán sus principales influencias reconocidas, no así el impresionismo, aunque coincida con este movimiento en el uso del color, la manera de aplicar la pintura y el gusto por pintar al natural y al aire libre.
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En 1888 hace un paréntesis en su aventura internacional para viajar a Valencia a casarse con su amada Clotilde y vuelve con ella a Italia, donde se instalan en Asís. Cuando regresan a España hacen escala en París en plena Exposición Universal, la de la Torre Eiffel y el naturalismo, y fijan su residencia en Madrid. Un año después nace su primera hija, María; Joaquín lo hará en 1892 y Elena en 1895. La imagen de los tres hermanos nos resulta muy familiar porque son los protagonistas de muchas de las escenas domésticas del pintor. En ellas ensayaba nuevos experimentos artísticos, aunque muchas veces se quedaran a medias, reclamado como estaba por ingentes encargos de clientes que debía priorizar.
En Mi mujer y mis hijos (1897-1898) el rostro de Clotilde está solo esbozado. Es una escena cotidiana de la madre poniendo orden entre sus hijos, María y Joaquín con babi rosa y la pequeña Elena casi desnuda.
El joven rey Alfonso XIII posó para él al aire libre en La Granja de San Ildefonso en 1907
Su carrera empieza a despegar. Se presenta con éxito a las Exposiciones Nacionales de Bellas Artes y sus pinturas son cada vez más reivindicativas. Es el momento de ¡Aún dicen que el pescado es caro! (1894), hoy en el Museo del Prado, que muestra con dramatismo el accidente laboral de un joven marinero siendo atendido por sus compañeros. Estos cuadros de pintura social le granjearon su primera fama y empieza a acumular galardones como el Grand Prix de París, que recibe por ¡Triste herencia! (1899), y la medalla de honor de la Exposición General de Bellas Artes de Madrid.
Con estos éxitos llegan también los encargos privados y se consolida como retratista. Ya padre de familia, vemos a un Sorolla preocupado por la economía familiar, aunque no pasara estrecheces, que negocia la venta de sus lienzos: "Gastado en él muchos cuartos y quisiera, ya que el cuadro gusta, se sacase el mayor resultado posible; ahora hay que pensar que tengo hijos y que me obligo a tener que ocuparme (de mala gana) de todo lo que se refiere a ingresos".
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De Jávea a París
Participa en la primera Bienal de Venecia y se traslada varias veces a Jávea, desde donde escribe a Clotilde entusiasmado con aquellas vistas de playa y montaña. A comienzos de siglo viaja con su amigo y maestro paisajista Aureliano de Beruete por el sur de España, donde su paleta se enriquece con los paisajes y jardines árabes de Granada y Sevilla, y las playas de Levante, y se interesa por los efectos atmosféricos.
También descubre la luz del norte en un verano familiar en Biarritz, después de su primera individual en la sala Georges Petit de París que fue un éxito total: vendió 65 obras por 230.650 francos. Expone en Berlín, Dusseldorf, Colonia, y pasa el verano de 1907 en La Granja de San Ildefonso donde el joven rey Alfonso XIII posa para él al aire libre bajo la intensa luz castellana.
Al año siguiente conoce en su exposición de Londres a Archer Milton Huntington, prestigioso hispanista y futuro mecenas del artista, que le propone exponer en Nueva York. 160.000 personas visitarán la muestra en un mes, los catálogos se agotan y vende más de 150 cuadros. Imagínense las colas.
A la vuelta, pasa el verano en Valencia y pinta sus mejores y más conocidas escenas de playa. Son imágenes gozosas en las que se cuela el clasicismo y capta todos los efectos de la luz natural. Paseo a orillas del mar, El baño del caballo, El balandrito, todos de 1909, son buenos ejemplos.
En el verano de 1909 pinta en Valencia sus mejores escenas de playa, llenas de gozo y luz
En este periodo de plenitud, cargado de éxitos, empieza el proyecto de su casa en Madrid, el palacete que hoy ocupa en Museo Sorolla al que se trasladan en 1911. Se embarca personalmente en su construcción, diseñando esos jardines de resonancias andaluzas y los espacios que acogen su rica colección de cerámica popular. Hoy se puede visitar lo que fue su taller, una sala espaciosa de techos altos a dos aguas, bañada generosamente de luz por un lucernario y varias ventanas, en la que permanecen congelados sus antiguos caballetes, los botes de farmacia en los que guardaba sus pinceles y una exótica cama turca.
En el ámbito pictórico su pincelada cada vez se hace más gruesa, más llena de emplastes y capa pictórica como muestra La siesta (1911) en San Sebastián. Pinta también la icónica La bata rosa (1916), una de las obras cúlmenes de su producción por el tratamiento escultural de las figuras femeninas y de la luz. La prensa se hacía eco de toda esta frenética actividad con preocupación: "La vida de Sorolla, entregado a durísima tarea desde por la mañana a la noche, produciendo un cuadro por semana, sin tiempo para otros placeres, no es vida. Arrugada y descolorida hemos visto su faz, llena su cabeza de canas, endeble su cuerpo, atristados sus ojos".
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Morir pintando
El último gran encargo le llegará en 1911 de la mano de Huntington: los murales de Visión de España con los que buscaba reflejar la esencia de nuestro país. Durante los siguientes años Sorolla viajó sin descanso por toda la geografía española hasta el punto de que su hija María se casaría en Jaca con Francisco Pons-Arnau para estar cerca de su padre.
La salud le dio varios avisos en esos ocho agotadores años y no pudo viajar a Nueva York a instalar los catorce paneles, pero Huntington quedó contento: "Sorolla ha llevado su teoría de la pintura hasta el límite y sólo por eso perdurará", dijo triunfante.
Libre del titánico encargo, vuelve a realizar retratos en el jardín de su casa, escenario de sus últimas obras cuando su cuerpo no aguantaba más desplazamientos. Un derrame cerebral le sorprende en plena tarea, pintando a la esposa de Pérez de Ayala. Tenía 57 años y fue el último día en el que empuñó los pinceles.
Una foto de 1923 le muestra con la mirada cansada en Cercedilla con su inseparable Clotilde sosteniéndole la mano. Fallece poco después y es enterrado en Valencia con todos los honores entre incontables muestras de afecto, carta del rey incluida.
Clotilde, la musa paciente
Clotilde leyendo, de perfil o en el estudio de Sorolla, sentada en una jamuga. Clotilde en el jardín con un traje de chaqueta blanco y sombrero, o con un vestido gris, o negro, o con toquilla roja, siempre elegante y a la moda con esos hombros abultados. Clotilde en la playa, al aire libre y con sombrilla bajo la luz de la tarde y el mar de fondo. Clotilde madre, agotada, dormida junto a su hija Elena recién nacida en una pintura que se acerca al Modernismo catalán, o poniendo orden ante el alboroto de los tres hermanos.
La esbelta figura de la mujer de Sorolla, que también reconocemos en provocativos desnudos, con su cinturita de avispa y el pelo recogido en un moño, es una constante en toda su obra. Posa, paciente, para que su marido ensaye nuevos caminos y aguarda, paciente también, a que regrese de sus viajes. "Eres insaciable –le escribe en una ocasión– si prefieres producir mucho a estar a mi lado o a lo mejor te alborotas y no hay más remedio que fastidiarse; yo comprendo que un hombre como tú, antes de ser marido y ser padre es pintor".
Los cuadros recogen con fidelidad todos esos momentos compartidos y las cartas reflejan las continuas ausencias del pintor y su deseo por compartir con su esposa la belleza de los paisajes que descubría y los cambios en su estado de ánimo, a veces depresivo. Aparece también retratada en los frescos con guirnaldas y frutas del comedor de la casa-estudio en la que vivieron sus últimos años, los de mayor esplendor y éxito, ese mismo palacete que ocupa hoy el Museo Sorolla en Madrid y que la viuda donó al Estado Español en 1931.