Cuando pensamos en Joaquín Sorolla se nos aparecen de inmediato sus escenas marineras, en las que la luz restalla sobre una playa dorada o una vela blanca. Esta imagen tópica deja de lado otro aspecto de su trabajo al que concedió siempre una importancia especial, por la cantidad y la calidad de su producción. Me refiero a la pintura de retratos.
Retratos de personajes de la alta sociedad, pues a comienzos del siglo XX Sorolla era uno de los más famosos pintores españoles. Había expuesto con éxito en París, Nueva York y Chicago y, a partir de 1907, en que realizó un retrato de Alfonso XIII, se convirtió en pintor del Rey.
Pero también, y este es el tema de este artículo, llevó a cabo una extraordinaria galería de retratos de artistas e intelectuales, solo comparable a la serie pintada en esos mismos años por Juan de Echeverría (Bilbao, 1875 - Madrid, 1931), con el que coincide en muchos de sus modelos.
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Los retratos de Sorolla fueron producto de la amistad, la admiración o el encargo. Uno de los primeros es el conocido de Benito Pérez Galdós (que aparecía en los billetes de mil pesetas). En sus antípodas, la impecable elegancia del pintor e historiador Aureliano de Beruete. O el de su querido amigo el escritor Blasco Ibáñez.
Próximo al círculo de la Institución Libre de Enseñanza, realizó dos retratos que irradian simpatía, de Francisco Giner de los Ríos y de Manuel Bartolomé Cossío. A ellos hay que añadir la veintena de personalidades retratadas por encargo de Archer Huntington en 1911 para ser expuestos en la Hispanic Society de Nueva York. Una selección que, en palabras del especialista del Museo del Prado Javier Portús, constituye “una radiografía del esplendor intelectual español de la segunda década del siglo XX”.
Allí encontramos, entre los más inmerecidamente olvidados, al ingeniero Leopoldo Torres Quevedo, el historiador Rafael Altamira o el jurista Gumersindo de Azcárate. También nombres de primera fila: Ortega y Gasset, Antonio Machado, Azorín, los pintores Antonio Muñoz Degrain y Mariano Benlliure o el escultor Miquel Blay.
Todos estos retratos se caracterizan por una marcada sobriedad, que elimina los elementos literarios o simbólicos para concentrarse en el atuendo y la expresión corporal. Es ejemplar en este sentido el del Unamuno, con su pose desafiante y desenfadada. O los dos que le dedicó a Juan Ramón Jiménez, en los que vemos al joven soñador de 22 años consumido por sus sueños con 35.
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También retrató a Pío Baroja y hoy sabemos lo que se ocultaba detrás de esa mirada escéptica y esa postura de autoprotección. Lo sabemos porque Baroja dedica un capítulo de sus memorias, La última vuela del camino, a ese momento. Piensa que a Sorolla le interesa más el dinero que el arte… Y también que la mancha negra de su nariz era demasiado profunda.
La única intelectual que retrató fue Emilia Pardo Bazán. La escritora expresó su admiración en la prensa de la época. “Fogoso en la factura, prefiere, al retrato que le sujeta y cohíbe, la libertad del paisaje o de la figura que casi forma un todo con el paisaje”.