Luis Baylón (Madrid, 1958-2023) se fue sin hacer ruido y sin recibir el Premio Nacional de Fotografía. Y lo peor de todo es que todos sabíamos que sería algo así. O al menos yo. Y supongo que él también lo sabía y que de alguna manera le daba igual. Pero supongo que a nosotros (o al menos a mí) no me daba lo mismo porque, entre muchas otras cosas, demasiado público se ha quedado sin conocer en vida a uno de los mejores (o al mejor) cronista(s) de la calle madrileña.
De alguna manera siempre cargó con un halo de artista maldito y eso se notaba en sus fotografías, ajenas a cualquier moda o movimiento militante. Siempre fue por libre con su Rolleiflex a punto de disparar y de algún modo también en la gestión poco organizada y casi improvisada de su obra.
Y todo apuntaba a que así sería.
Y así ha sido.
Permítanme que les cuente mi historia personal con semejante maestro y mítico artista-personaje de la capital.
[El museo fantasmal de la fotografía, en el instante decisivo]
Allá por el año 2000 yo trabajaba por las tardes en la tienda de mis padres, donde habitualmente el vecino Baylón venía a comprar cerveza y pan. Siempre me parecía un tipo peculiar, un canallita bonachón muy poco habitual en el barrio Salamanca. Pero un día apareció por la tienda con dos fotografías gigantes y enmarcadas. En ese momento comenzaba yo en esto de la fotografía y le pregunté por ellas, resultó que eran dos de sus imágenes. Al verlas me quedé helado. '¿Son tuyas?', le dije. 'Claro niñooo, yo soy fotógrafo'.
No recuerdo cuáles eran exactamente, pero sí me acuerdo del efecto que me dejaron: estaba absolutamente impresionado, eran realmente magníficas, como si de repente tu vecino fuese Miguel Ríos o Joan Manuel Serrat y no te hubieses dado cuenta de su dimensión artística. Después de preguntarle mil cosas como buen fotógrafo aficionado ávido de aprender, me dijo 'niño súbete una tarde a mi casa y te enseño más cosas, además tengo muchos libros fotográficos, te puedo dejar alguno si te portas bien'.
A partir de ese momento acudía de manera regular a su piso-estudio, a charlar con él y a que me dejase alguno de sus preciados libros, tenía muchísimos en varias estanterías y apilados por el suelo. Gracias a ellos descubrí a los grandes maestros: André Kertesz, William Klein, Ramon Masats, Robert Capa, Bernard Plossu, Wegee…
Siempre tenía un porro y una cerveza a mano, y yo bien que se lo agradecía, mientras le bombardeaba a preguntas sobre su arte y estilo (como digo, estaba empezando y quería saber cómo conseguir en mis imágenes algo de la ternura y la magia que tenía su trabajo).
Verle revelar era como ver cocinar a un chef de la vieja escuela sabedor de los secretos más tradicionales para guisar de la mejor manera sus imágenes
Por mi parte, le enseñaba mis diapositivas para que me diese su opinión, quería ser su Padawan, pero entre risa y risa y tos y tos también me daba mucha caña: ‘A ver niño, no están mal… pero Page ¡tienes que hacer mejores fotos!’ Era un Tauro muy cabezón y era imposible no reírse con él.
Lo que más admiraba de su fotografía era el estilo clásico y atemporal que desprendían sus imágenes sin aditivos ni colorantes (siempre en blanco y negro) y perfectamente equilibradas. Era como escuchar a Neil Young tocando solo con su acústica, o a Leonard Cohen recitando suavemente de madrugada, o incluso al Joaquín Sabina canallesco de los corazones rotos y las venganzas poéticas.
[Una colección de fotografía que echa chispas]
Recuerdo que verle revelar las copias en su pequeño estudio atestado de archivos fotográficos y libros era como ver cocinar a un chef de la vieja escuela sabedor de los secretos más tradicionales para guisar de la mejor manera sus imágenes y conseguir un sabor intenso e inconfundible. ¡A veces incluso me parecía ver al mago Merlín en acción con su varita de revelado! Aunque igual era el efecto de los porros…
De cualquier manera, el resultado siempre era muy potente y estilizado: blancos y negros puros con una gama de grises perfectamente definida entre medias. Hoy en día todavía sigo intentando conseguir algo parecido en blanco y negro, pero la fotografía digital funciona de otra manera, incluso con sus innumerables ventajas.
Siempre que le recuerdo nos estamos riendo por cualquier chorrada, era de gatillo fácil y su risa cigarrera-cervecera era por todos bien conocida. Era un canalla pero de los tiernos, de esos que no abundan y su gran corazón se acababa notando en cómo captaba esos personajes tan característicos de su amado Madrid.
En su variada obra, su libro Guirigato me sigue pareciendo el mejor, probablemente porque fue el primero que me regaló (de muchos) y porque funciona como recopilatorio perfecto para entrar en su obra. Ahí se puede percibir fácilmente su mirada tierna y su estilo irónico y sardónico también a la hora de titular sus series: Escatapartes (sobre los escaparates), Ladrones de corazones o Madríd en Plata (sobre los yonquis).
Con su serie Par de dos ya se adelantó a la era Instagram dotando de humor visual a los casuales y uniformados street styles encontrados por las calles que tanto le gustaban.
Cierto es que algunos de sus retratos callejeros han perdido algo de impacto en nuestra (algo distorsionada) visión contemporánea, debido en gran parte a la cantidad de imágenes fotográficas generadas constantemente y que vemos todos los días desde las cámaras digitales y móviles, algunas de impecable calidad, todo sea dicho.
[Francesc Català-Roca, viajar en la fotografía]
Pero hay que recordar que, durante un tiempo, estas instantáneas pertenecían a los valientes y a los pioneros que sacaban su cámara analógica a la calle buscando algo de belleza y verdad en sus imágenes. Que cada disparo de la cámara contaba y que luego había que completar la magia en el revelado casero, donde, como he dicho, era un auténtico maestro.
Y durante ese tiempo, Baylón era definitivamente el mejor fotógrafo de calle de este país. El más contundente, el más elegante y sarcástico, el que hilaba más fino, nada ni nadie en la calle escapaba a su ojo y al clasicismo de su amada cámara Rolleiflex que dotaba, en formato cuadrado, al Madrid callejero de los 80 de una verdad y una belleza desprovista de artificialidad en su obra que ya es patrimonio nacional.
‘Hay mucha fotitis, niño’, me decía a menudo con la sorna del fotógrafo analógico que sabe que cada disparo debe ser cuidado y cuidadoso. Todavía me hace gracia y no podría ser más acertado en estos tiempos.
También, como no podría ser de otra manera, recibió premios (aunque menos de los que se merecía) y la gran compra de su obra que hizo el Archivo Lafuente. Los excelentes libros de fotografía que nos deja, desde las primeras series a manos de Mauricio d'Ors hasta las últimas en la editorial This Side Up, a cargo de Cecilia Gandarias y Bruno Lara, son una delicia visual y su verdadero legado.
El tiempo siempre fluctuaba al entrar en su cámara. El pasado y el presente bailaban agarrados en un vals atemporal en perfecta coordinación.
Se nos fue, pero dejó una huella visual imborrable que invito a compartir para todos los amantes de lo auténtico.
Los que tuvimos la suerte de conocerlo lo echaremos de menos y probablemente alguien más que descubra en algún instante su imperecedera obra. Nunca es tarde si la dicha (fotográfica) es buena.
Buen viaje maestro. Gracias por todo. La siguiente cerveza va a tu salud.