Han pasado casi tres años desde que Guillermo Pérez Villalta (Tarifa, 1948) transformó la Sala Alcalá 31 en un laberinto en el que desplegaba su inagotable universo de invenciones, figuras, arquitecturas y bodegones.
Desde entonces no ha parado de pintar –“por temporadas”, como dice él–, y cada mañana acude solícito a su cita con el lienzo después de desayunar “sin prisa” frente a su querido Estrecho de Gibraltar, ese en el que se abrazan el Atlántico y el Mediterráneo.
Metódico, sigue unos rituales diarios. “Pinto hasta la una, porque me gusta cocinar, y antes de comer me fumo siempre un cigarrillo en el estudio para ver lo que he hecho y pensar en lo que tengo que corregir. Así, después de la siesta, tengo claro por dónde tirar”.
En Pensamientos en vuelo, su nueva exposición en la galería madrileña Fernández-Braso, muestra ahora las obras realizadas en estos dos últimos años.
“El hilo conductor –explica– iba a ser lo que yo llamo la mediterraneidad, un canto a lo sencillo, al mundo arcaico griego, a nuestra cultura, sus aguas y sus pueblos, a la contemplación de la belleza en un contexto en el que domina lo nórdico y lo anglosajón. Pero al final dejé que los pensamientos fluyeran en completa libertad, sin ponerles ninguna traba”.
“He dejado que los pensamientos fluyeran en libertad, sin ponerles ninguna traba”
De ahí la obra que abre el recorrido, de la que toma su título la muestra, una pintura de apariencia sencilla en la que varias gaviotas despliegan sus alas en el cielo azul. La superficie del lienzo es rugosa, con esa textura que consigue Pérez Villalta aplicando pincelada a pincelada de color.
Pinta siempre al temple –“el óleo tarda demasiado en secar”– y utiliza pigmentos naturales en polvo que le dan más posibilidades cromáticas. “Preparo los lienzos con blanco de España, lo aplico, lijo y raspo para crear una textura, si no la pintura no tiene cuerpo, es transparente por completo”.
La exposición se organiza por episodios. Empieza con unas escenas entre clásicas y cubistas y termina con un espacio dedicado a la luna por la que, confiesa, siente una extraña adoración.
No desaparecen las figuras y las historias llenas de detalles fascinantes a las que nos tiene acostumbrados, pero se nota una tendencia cada vez más clara hacia la abstracción, una “abstracción representativa”, puntualiza.
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Hay también un apartado dedicado a obras más calmadas y silenciosas, y un recodo final en el que resuenan Mondrian, De Chirico y hasta Morandi.
Para realizar todas estas composiciones se apoya siempre en un boceto previo que hace a escala, a la medida precisa del cuadro definitivo. “Jamás copio la realidad –recuerda–. ¿Para qué voy a copiar lo que ya existe?”. En Ceres y el camaleón (2022), por ejemplo, con un frutero con forma de rostro femenino, hace un homenaje a Picasso y a las posibilidades de representación que brindó el cubismo.
La geometrización de la figura continúa en las primeras pinturas de la muestra. En Los hombres y las mujeres (2022), donde la ropa de ellas se transforma en fustes de columnas clásicas con escote jónico, vuelve sobre el tema del Mediterráneo arcaico (pienso en la Dama de Elche).
Profundiza en la abstracción de la figura en numerosas escenas, entre las que Lágrimas de felicidad (2023) podría ser un ejemplo. Presenta a dos mujeres de rasgos geométricos, con ciertas resonancias renacentistas de la escena de la Virgen de la leche, y a un niño sin rostro ofreciéndoles una granada.
"El cuadro 'El portador de la luz' tiene mucho que ver con la pintura italiana del siglo XV, que me apasiona"
“Esta fruta –describe el artista– representa la belleza interior; al abrirla se aprecian los granos, que parecen rubíes. Buscaba representar la felicidad y un cromatismo de fondo vibrante en el que los colores –violetas, azules, rosas...– flotaran”.
Las arquitecturas inventadas siguen muy presentes en composiciones como Memoria de la viña de la Esperilla (2020), una escena campestre que rememora la casa de campo de su abuelo. “El edificio no se parece nada al real –apunta– pero conserva el espíritu de sencillez de la arquitectura popular, que es lo que me interesaba”.
Y en Contemplando la belleza del espacio y la luz (2022) profundiza en su investigación sobre la perspectiva y se recrea en la sensación de placer que le produce la belleza, con detalles como unos molinillos flotando entre los edificios.
Hay también obras muy silenciosas y meditativas, que cuentan mucho con muy pocos elementos. En La penumbra (2023) construye el espacio de la habitación a base de transparencias –“para mí es uno de los cuadros mejor pintados de la exposición. Encontré unos pinceles de maquillaje y con ellos he hecho unas transparencias muy leves”–.
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Entre las pinturas de historia, que siempre nos remiten a su obra, destaca en El jardín de Epicuro (2021), una escena de ocio gozoso en una azotea en la que todos los personajes disfrutan de la compañía, bailan, charlan o se refrescan con el agua de la fuente ante la mirada satisfecha de Epicuro. En lo alto, una maraña vegetal se desmarca del resto de la escena.
“Era un cuadro muy geométrico –añade Pérez Villalta– y quise meter un elemento blando, algo así como unas nubes. Lo trabajé mucho”. Y termina con una coqueta tabla situada en lo alto de la sala, casi como si se tratara de una pintura: “El portador de la luz tiene mucho que ver con la pintura italiana del siglo XV, que me apasiona”.
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También resuenan De Chirico y la pintura metafísica en el episodio de la Guerra de Troya que muestra Ilión (2022), una escena bélica que ha abordado casi como si se tratara de un bodegón. Y la huella de Mondrian se deja ver en los formatos romboidales que cierran el recorrido. En algunos de ellos, como en La perspectiva en libertad, los puntos de fuga se disparan.
“Todo fue –escribe en el catálogo– como bordar unas complejas lacerías, en donde de algún modo podía pasear. Realizarlo fue absorbente y emocionante”. La publicación es una excelente acompañante con la que hacer la visita.