Contaba David Foster Wallace de un granjero chino que recibía dádivas y desgracias por igual: “Buena suerte o mala suerte, quién sabe”. El tiempo decidiría qué es cada cosa y no cada cosa cómo es su tiempo. Este escepticismo le viene como al pelo a la arquitectura, donde hay tanta prisa como falta de perspectiva. Nuestro sino es llegar tarde a la realidad.
Así pueden leerse los últimos 25 años. La inauguración del Guggenheim de Bilbao en 1997 –un curso antes del nacimiento de El Cultural– supuso un preludio esperanzador: la riqueza había llegado a las ciudades con la vanguardia bajo el brazo.
Eso al principio fue bueno, con edificios tan caros como magistrales, desde Oporto, con la Casa da Música de Rem Koolhaas (2004), a Pekín, con el Estadio Olímpico de Herzog & de Meuron (2008); incluso el veterano Álvaro Siza se animó a cruzar el Atlántico con su Fundación Iberê Camargo en Porto Alegre (2007).
El Guggenheim de Bilbao supuso un preludio esperanzador: la riqueza había llegado a las ciudades con la vanguardia bajo el brazo
Lo malo vino cuando alguien pensó que el edificio era la prosperidad misma y no su consecuencia, giro de guion que, en España, paciente cero de la fiebre, pagamos en bodrios como la Ciudad de la Cultura en Santiago de Peter Eisenman.
Su apertura en 2011 coincidió con un momento traumático para la arquitectura nacional a resultas de la crisis hipotecaria del 2008 –la construcción cayó un 40 % en 3 años– y el señalamiento público de las obras de autor. Mirábamos el dedo: más que el quién, el auténtico problema era el cómo. La debacle exigía un cambio de paradigma.
Quizá porque estrenar se nos había hecho antipático, se convino en corregir lo existente. Bajo la enseña “nunca demoler”, los franceses Lacaton & Vassal (con Frédèric Druot) abordaron un sujeto tan improbable como necesario: la vivienda de extrarradio. En los arrabales de París (2011) o Burdeos (2018), apostaron por el sentido común antes que por los milagros de la tecnología para mejorar el rendimiento energético y embellecer esas casas comunes con sencillos jardines de invierno.
La rectificación de lo construido lo inundó todo, de la cultura al trabajo, caso de la Serrería Belga de Langarita Navarro en Madrid (2012) o las oficinas londinenses para Second Home de Selgascano (2014). Lo de David Chipperfield en la isla de los Museos de Berlín supuso, más bien, otro registro: la renuncia al impacto súbito. Esa flema –el británico trabajó allí de 1997 a 2019– solo se ha visto superada por la de Emilio Tuñón: tras la pérdida en 2012 de su socio Luis M. Mansilla, inauguró Colecciones Reales en 2023. Habían empezado en 1999; la vida entera de esta revista para completar la cornisa de la capital.
También las viejas infraestructuras devinieron grandes espacios públicos, de la High Line neoyorquina de Diller Scofidio + Renfro (2009) a nuestro Madrid Río (2011). Nunca fueron más celebrados que en 2020, cuando la Covid puso de manifiesto que, en un mundo en el que más del 50 % de la población habita en ciudades, las ciudades tienen que ser para todos. El peatón ganó pulso.
Un planeta interconectado ha dado pie a sentidos opuestos de lo global. España no sólo ha importado. Las pioneras experiencias de Benedetta Tagliabue y Enric Miralles (prematuramente fallecido en 2000) en el Parlamento de Escocia o de Alejandro Zaera y Farshid Moussavi en la Terminal de Yokohama (2002) encontraron eco en los años de crisis en el Rijksmuseum de Cruz y Ortiz (2013), el Museé Soulages de los Pritzker RCR (2014) o el Museo Munch de Juan Herreros (2021). Y también en una hégira académica. Arquitectos españoles han comandado las escuelas más importantes del mundo, desde Iñaki Ábalos en Harvard (2013-2017) al actual Dean de Columbia, Andrés Jaque.
Pese a las apariencias, el planeta no se ha hecho más pequeño, sino más grande. El atractivo importado de la alta costura ha ido cediendo paso al reconocimiento de lo local, una diversidad que representan el tailandés Boonserm Premthada o la bangladesí Marina Tabassum. No cabe la coartada exótica; la arquitectura del futuro tendrá sus oportunidades fuera de los centros hegemónicos de poder, sean geográficos o sociales. Un buen indicio de que volvemos a confiar en ella.