Luces y sombras del esperpento: Valle-Inclán reaparece en el Museo Reina Sofía
- La exposición señala los paralelismos entre literatura y arte escudriñando lo esperpéntico como marco político e histórico.
- Más información: La última noche de Max Estrella: ‘Luces de bohemia’ cumple 100 años
Ramón del Valle-Inclán (Vilanova de Arousa, 1866 - Santiago de Compostela, 1936) fue un gran amante del arte. Asiduo de los museos, hizo multitud de alusiones a artistas y obras en sus escritos, en los que la crítica ha señalado componentes plásticos, incluso cinematográficos.
Su primera devoción por los prerrafaelitas, el Quattrocento italiano o el simbolismo de Santiago Rusiñol dio paso a la valoración de artistas más modernos –Arteta, Zuloaga, Moya del Pino, Penagos, Julio Antonio– que trató en Madrid, en el Nuevo Café Levante, llegando a ser muy amigo de algunos de ellos, como Julio Romero de Torres o Ricardo Baroja.
Sus empleos como profesor de Estética en la Academia de San Fernando y como director de la Academia en Roma le mantuvieron al día; conocía las vanguardias, como demuestra su comparación de la técnica narrativa en El ruedo ibérico con la del puntillismo, por su “desarticulación de motivos” y su “vibración cromática”.
Tiene mucho sentido estudiar las relaciones de su literatura con la cultura visual y esta ambiciosa e importante exposición afronta esa tarea, centrándose en los años 20 y en la dimensión visual del esperpento, su mayor innovación literaria, del que rastrea sus antecedentes, coincidencias e influencias.
Habrán leído mucho sobre ella así que no resumiré sus contenidos sino que señalaré algunos aspectos que me parecen problemáticos para complementar su general celebración, merecida, y para invitarles a profundizar en las contradicciones de una figura capital.
Arranca brillantemente con un compendio de dispositivos y de medios de expresión visual que son precuelas de las deformaciones grotescas características del esperpento.
Los entretenimientos populares –linterna mágica, kinetoscopio, sombras chinescas– la caricatura satírica, las aleluyas… y la pintura goyesca de Lucas y Alenza. Pero ¿dónde está su maestro? Es injustificable su ausencia total de la exposición cuando Max Estrella, en Luces de bohemia, afirma que “El esperpentismo lo ha inventado Goya”.
Asiduo de los museos, valle hizo multitud de alusiones a artistas y obras en sus escritos, en los que la crítica ha señalado componentes plásticos
Sigue una sala tragicómica sobre las transformaciones perceptivas, en la que las imágenes de la I Guerra Mundial –gran hallazgo esa filmación del frente desde el aire, que evoca la experiencia instituyente de la “visión estelar” del escritor– se enfrentan a muy divertidos materiales que dan fe de la vulgarización del esoterismo como espectáculo para el ocio burgués.
Pero no es así, a través de sus ecos populares, como Valle-Inclán se aproximó a ese ámbito. Sus referentes fueron la teosofía de Madame Blavatsky y el quietismo del místico Miguel de Molinos, y en La lámpara maravillosa reclama un conocimiento secreto reservado a los poetas y los iniciados.
La exposición pretende demostrar el “potencial revolucionario” del esperpento no solo en el ámbito estético, soslayando los aspectos más antipáticos en la obra y el pensamiento político de Valle-Inclán.
Manuel Alberca, en su monumental biografía La espada y la palabra (Tusquets, 2015) ya demostró que el tradicionalismo del escritor, fundamentado en su consideración del hidalgo gallego como ideal social.
También Alberca refiere su militancia carlista, su desconfianza hacia la voluntad popular –aunque quiso ser diputado varias veces, con diferentes partidos– y, en palabras de su amigo Rivas Cherif, su “gran simpatía” hacia “los procedimientos antidemocráticos dictatoriales” (lo mismo admiraba a Mussolini que a Lenin), no fue anulado por la adhesión a la República –y le duró poco– que manifestó en sus últimos años de vida.
El contexto sociopolítico tiene mucho peso en las secciones dedicadas a Martes de carnaval y Luces de bohemia, que ilustran las críticas al militarismo y la emergencia del anarquismo en oposición a la bohemia.
Les sugiero que repasen las tramas de sus obras sobre las que gira el discurso porque podrían no acabar de entender, por ejemplo, en la sala “El honor de don Friolera”, qué tienen que ver la guerra de Marruecos, los romances de ciego, los muñecos del bulubú o el Archivo de misoginia ilustrada de Raquel Manchado, que ciertamente están conectados en esos esperpentos y transmiten muy bien el mundo que retratan.
Es también estupenda la sección sobre el carnaval, aunque echo de menos en ella un mayor esfuerzo para encontrar sus ecos en el arte español. Están claramente en Castelao, Solana o Laxeiro (más tardíos), y es de aplaudir el recurso a la propia colección del Reina Sofía para incorporar obras tan buenas como Mañana de verbena de Sáenz de Tejada o Fantasía de carnaval de Nicolau Raurich.
Tiene mucho sentido estudiar las relaciones de su literatura con la cultura visual y esta ambiciosa e importante exposición afronta esa tarea
En cuanto al violento impacto de las guerras destacan los dibujos de la cárcel de Quintanilla, con elementos carnavalescos, y los de la Primera Guerra Mundial de Ramón Acín.
No está Sueños noctámbulos de Dalí, que Santos Torroella definió como el mejor correlato del recorrido de Max Estrella, ni Sueño y mentira de Franco, de Picasso, que emula el formato de los “aleluyas”, tan presentes en la muestra y que se une a la mofa del militarismo. Y la representación de Maruja Mallo es ridícula.
Hay pocos préstamos internacionales. Aparte del material teatral, fantásticas obras de Paul Nash, de Umberto Boccioni, el Tirano de Orozco –mal situado– o un enorme cuadro sobre el proletariado de Giovanni Sottocornola de fecha demasiado temprana (1897) que se ha traído de Milán no sabemos –a falta de catálogo a tiempo, pésima costumbre adquirida por el museo– por qué.
Habría sido muy interesante incluir a James Ensor y algo de expresionismo alemán, además de las estampas de Grosz. Otro de los aspectos de Valle-Inclán que esquivan los comisarios es su firme catolicismo, que solo cedió al final de su vida. La sala sobre el retablo –el de “la avaricia, la lujuria y la muerte”– quiere subvertir ese formato y reivindicar un arte religioso outsider.
Creo que habría sido más revelador ver aquí La Gracia y el Pecado o La muerte de Santa Inés de Romero de Torres o Mi funeral, de Miguel Viladrich, ambos muy cercanos a Valle-Inclán y no ajenos a lo macabro, en vez de las creaciones populares, de otra época, de Arturo Baltar o la Tía Sandalia.
Esos anacronismos puntean negativamente el recorrido. La dificultad de encontrar documentación de las representaciones de las obras de Valle-Inclán en vida –muchas ni se estrenaron– hace recurrir a material documental del tardofranquismo, cuando fue reivindicado política y artísticamente, y a ilustraciones de sus tramas en artistas de esa época y de menor interés.
Como Xosé Conde Corbal, que desvían el foco y hacen ver que aquella forma original del esperpento y sus conexiones culturales pertenece a un tiempo y es muy diferente de las que, sí, nos incomodan todavía hoy.