Magia simpática e imagen de culto: pintura, escultura y contacto con lo divino en el Siglo de Oro
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Darse la mano, magnífica muestra con la que se estrena, con nota, como comisario en el Prado Manuel Arias, su conservador de escultura, es un ensayo de gran calado sobre la avenencia de la pintura y la escultura en la cultura visual del Siglo de Oro en España, que nos permite entender las relaciones, hoy interpretables como idolátricas, heréticas y más parecidas a las prácticas mágicas que al culto decoroso, que establecían los fieles, artistas incluidos, con estas producciones artísticas.
Es probablemente el paso más firme que ha dado hasta hoy el museo en la potenciación de ese departamento al cargo de una colección de un millar largo de esculturas, objeto de más intensa investigación, de puesta en valor a través de una mayor integración de piezas en las salas de exposición permanente y de una línea de adquisiciones estratégicas, algunos de cuyos frutos vemos en esta muestra. La separación de las disciplinas artísticas en los museos no se corresponde con sus condiciones históricas de contemplación pues tanto en los contextos eclesiásticos como en los civiles —palacios, edificios públicos, espacio urbano— se complementaban en los programas ideológicos y ornamentales.
El montaje de esta exposición recupera esa convivencia y subraya la interrelación entre las distintas formas de representación, no solo en la práctica artística. Los textos de sala, las cartelas y, sobre todo, el estupendo catálogo nos acercan a las mentalidades y a los usos sociales que explican estas obras a través de una profusión de fuentes escritas, desde los sermones o los libros piadosos en prosa y en verso a los tratados o a las obras de teatro, plagadas de referencias a las “imágenes” que evidencian cómo también el lenguaje escultórico —la familiaridad con el pictórico está más estudiada— formaba parte de la cotidianidad.
El éxito en los siglos XVI y XVII, aquí, de esta forma, de escultura más asequible, ligera y vistosa no responde solo a razones prácticas. La piedra y la ausencia de color se asociaban a la muerte, la frialdad de sentimientos y los cultos paganos, mientras que la madera estaba dignificada por el oficio de carpintero de San José —cuestión ilustrada con bellísimas pinturas de Alonso Cano y José de Ribera— o la sacralidad del lignum crucis, y el árbol se asociaba a ciertas advocaciones marianas: vírgenes aparecidas en troncos o sobre copas, con claros tufos panteístas. Y el color insuflaba la vida; por ello, la tarea del policromador, al que se reivindica, era trascendental.
Arias se remonta a la Antigüedad para recordarnos que ya la escultura clásica se pigmentaba; así, el recorrido arranca con unos frescos pompeyanos y unas esculturas de bulto que dan testimonio de ello, seguidos por obras a las que los colores naturales de los mármoles incorporaban valores cromáticos y simbólicos, como la imponente Ceres de los Uffizi. Pero se acuerda apenas —a través de dos figuras de un Descendimiento compradas hace poco y una tardía virgen de taller germánico— de entroncar el raudal de tallas barrocas con la tradición medieval de la escultura policromada, y esa es la única debilidad conceptual en la exposición.
El paralelismo entre la creación divina y la creación artística es recurrente en la iconografía y en las fuentes: las piedras metamórficas arrojadas por Deucalión y Pirra o la fabricación de Adán con barro no son más que el prólogo de las leyendas sobre estatuas de factura sobrenatural a las que alude la exposición: obras de San Lucas, de Nicodemo o de los ángeles, como la Virgen de Atocha o la de los Reyes. El propio Jesucristo sabía cómo debían tallarse las esculturas sagradas y se lo explicó en una visión a la madre Isabel de Jesús, poniéndole una rodilla en el pecho para demostrarle cómo había que inmovilizar el material —el alma— para darle la forma perfecta y así “tenerme clavada debajo de su voluntad para labrarme y sacarme a gusto suyo”.
Bajo supervisión celestial, el artista actuaba como médium en el que eran más efectivas la fe y la actitud —ayuno, oración, comunión— que la habilidad, destacando en este sentido Gaspar Becerra, Gregorio Fernández, Pedro de Mena (familiar del Santo Oficio) o Martínez Montañés —fabuloso su Santo Domingo de Guzmán, con policromía de Francisco Pacheco—, a los que se tenía por poco menos que santos. En las fantasiosas narraciones sobre la confección de las tallas más célebres no faltan las visiones, en sueños o en éxtasis, del “modelo” o las hipérboles sobre las exigencias y las consecuencias del quehacer artístico-sacro: trabajar de rodillas, llorar sin freno (La Roldana) o vencer achaques (Luisa de Valdés). El artista se jugaba en el empeño no solo su alma sino su existencia terrenal: conseguir una buena obra, afirmaba José Micael de Alfaro, acortaba la vida.
Hoy vemos como neutros objetos artísticos estas esculturas y pinturas en los museos o en las iglesias —los no cristianos— pero en su tiempo estaban envueltas en un aura enloquecida alimentada por supuestos prodigios en los que su apariencia realista jugaba un papel esencial. Las esculturas respondían a las acciones humanas: cambiaban de color o de gesto, se movían —el pudoroso giro de cabeza del Niño de la Virgen de Valvanera para no ver a unos que fornicaban en la iglesia —, hablaban, se inclinaban ante los más piadosos —el cartujo Juan Fort de Vicente Carducho—, ¡amamantaban! a los bienaventurados —san Bernardo de Alonso Cano—, los abrazaban —Cristo, con dulzura, al mismo santo, de Francisco Ribalta, que es la más dulce representación del amor entre hombres — o les daban de comer —Sor Francisca Dorotea, de Murillo, que sorbe cual vampira la llaga costal de un crucificado—.
La “animación” de las esculturas podía incluso ser fenómeno independiente de la veneración de los humanos, según se refleja en la pintura de Francesco Maffei que da fe de El milagro de Córdoba: un Cristo que soltó sus brazos clavados a la cruz (era costumbre que tenía; se “documentan” diversos casos) para abrazar a otra talla vivificada, de san Nicolás de Tolentino, con la que se cruzó en las procesiones para espantar la peste de la ciudad.
Para mejor conmover debían parecer cuerpos reales con los que establecer contacto visual y físico
Otro extremo que nos choca hoy es la tangibilidad de estas esculturas. Las instrucciones del jesuita Juan Bautista Escardó sobre el manejo de las mismas en la evangelización, en modo show de telepredicador, nos dejan atónitos. Las tallas eran eficaz herramienta para llevar al auditorio al paroxismo, con apariciones sorpresivas tras cortinajes o movimientos facilitados por articulaciones, muy útiles en la escenificación de descendimientos y momentos de la Pasión. Ese teatrillo protagonizado por las esculturas sagradas se desarrollaba en las iglesias y en el espacio urbano, en las procesiones que también considera Darse la mano.
Para mejor conmover debían parecer cuerpos reales con los que establecer contacto visual y físico, y no solo se usaban cabello natural, ojos y lágrimas de vidrio, dientes de marfil o uñas de asta, como en el Cristo yacente de Gregorio Fernández, sino también cuero para la piel, como en el Cristo de Burgos, reproducido en pintura por Mateo Cerezo. Y para mayor efecto dramático se utilizaban, sobre todo en grandes fiestas de canonización, los ricos recursos escenográficos propios del teatro de la época, con tramoyas y figuras que se elevaban en el aire, volando de un lado a otro.
Ese manoseo era propiciado por las “imágenes de vestir”, en las que solo el rostro y las manos se esculpían con detalle, siendo el cuerpo una estructura informe o ligeramente trabajada. Solo podían desvestir y vestir a estas figuras los sacerdotes o las “camareras”, que solían ser damas nobles y seguían la etiqueta de la Corte. También era muy usado en los conventos de clausura el coleccionismo de niños Jesús —no hay ninguno en la exposición—, que tenían montones de trajecitos y que se llevaban en brazos o se cuidaban como si fueran muñecos.
La práctica de hacer fieles pinturas de las esculturas más veneradas, los “verdaderos retratos”, es central en esta exposición y plantea una reflexión bien interesante sobre la emulación del volumen en el plano pictórico y sobre los engaños perceptivos que, en la penumbra de las iglesias, encontraban las condiciones perfectas para tener éxito. La Crucifixión de Sánchez Cotán de Granada es un ejemplo perfecto de esa estrategia, el “trampantojo a lo divino”, que además de servir a un propósito cultual, ponía de relieve la maestría del pintor. También son excelentes los cuadros de Claudio Coello que representan a Santa Rosa de Lima y Santo Domingo de Guzmán a modo de esculturas sobre pedestales y con los usuales cortinajes, que son sin embargo, claramente, cuerpos con vida que dan otra vuelta de tuerca al verismo de las tallas policromadas a las que emulan.
Las representaciones de la enlutada Virgen de la Soledad, muy popular, conduce al cierre de la exposición con una “capilla” en la que un grupo de Cristos de gran calidad, de Luca Giordano, Sebastián Herrera Barnuevo o Juan Carreño de Miranda, hacen corro al de Luis Salvador Carmona, quien prolonga con su copia del Cristo del Perdón la vida de una escultura perdida (y no es el único caso de salvamento que vemos aquí).
Todas estas obras ahondan en ese íntimo vínculo entre ambas disciplinas, pintura y escultura, que se fundamenta en la magia simpática, ya que el contacto de la reproducción con el original hacía que adquiriese sus poderes sanadores, incluso en forma de estampa barata. Será Goya, en sus composiciones pictóricas sobre las procesiones, los disciplinantes o la Inquisición, y en grabados como los que oportunamente se exhiben, de los Desastres de la guerra, quien cuestionará a través del propio arte esas creencias y esas prácticas ya en otro clima intelectual, que miraba con desconfianza y desprecio la extremada irracionalidad de la religión contrarreformista.