Arquitectura

Luis Moya, constructor sin tiempo

12 marzo, 2000 01:00

Estudio para un centro cívico. Basílica piramidal, II, 1938

Ministerio de Fomento. Sala de las Arquerías. Paseo de la Castellana, 67. Madrid. Hasta el 29 de marzo

Luis Moya Blanco (Madrid, 1904 - 1990) se formó como arquitecto en la Escuela de Madrid y en el estudio de Pedro Muguruza. Durante la guerra ideó su Sueño arquitectónico, monumento piramidal a la muerte. A partir de entonces elije el lenguaje clásico, tomando como modelo a los neoclásicos Ledoux y Villanueva, y se enfrenta al Movimiento Moderno. Entre sus obras más conocidas están la reforma del Teatro Real y el Museo de América en Madrid, la Gran Cruz del Valle de los Caídos, y las Universidades Laborales de Gijón y Zamora, así como iglesias y edificios escolares, sobre todo para los marianistas. En 1953 fue elegido Académico de Bellas Artes. De 1960 a 1963 fue redactor jefe de la revista Arquitectura, y entre 1963 y 1966, director de la Escuela de Arquitectura de Madrid.

No es la primera vez que se expone con sentido intencional, entre crítico y postmoderno, entre la historia y la tendencia, la obra de Luis Moya Blanco. Arquitecto, profesor, crítico y académico, Moya ató su vida a su arquitectura, o al revés, según quien mire, como en las viejas leyendas sobre las biografías de arquitectos. Soñó incluso un vuelo de ícaro, se aproximó al sol y continuó en solitario su trayectoria, como ajeno al tiempo y, sobre todo, a la historia. Por eso su arquitectura, más que franquista o falangista, más que antimoderna o clasicista, es una arquitectura atemporal y cuando la ceñía al oficio de constructor, cuando parecía hacerse realista, se convertía en una arquitectura de resistencia, a pesar de que algunos críticos contemporáneos hayan establecido una relación mítica entre sus Bóvedas tabicadas (1947) y la obra teórica de Le Corbusier, por poner un ejemplo. Militó siempre en la arquitectura como construcción y en la tradición, entendidas ambas en su condición antimoderna, y para exaltar su posición de rechazo y de renuncia cambió de escala el arte de la albañilería y los elementos tradicionales, fueran estos formas, tipos o materiales, como si monumentalizando los detalles o los fragmentos se pudiera construir un monumento con significado colectivo, que, si no, no tiene sentido un monumento. Que se empeñó en construirlo parece evidente, desde la publicación, en 1942, en la revista de Falange, Vértice, de su Sueño Arquitectónico para una exaltación Nacional hasta la construcción de las Universidades Laborales, de Gijón (1945-1957) y de Zaragoza (1947).

Monumentalizar la tradición fue, sin duda, el gran programa arquitectónico y vital de Moya, como quien exalta lo que desaparece como quien retóricamente se abraza al desmoronamiento de un edificio. Por eso su arquitectura no puede ser definida como la del gran arquitecto clásico del siglo XX, ni menos intentar leer lo que no pudieron ni quisieron ser sus arquitecturas, una lectura clásica de la modernidad. Primero, porque sus collages de fragmentos monumentalizados no permiten una interpretación cubista, ni sus lenguajes una aproximación surrealista, ni su supuesto clasicismo es compatible con las tradiciones tipológicas, formales o constructivas nacionales. Nada hay tan alejado de lo clásico como las tradiciones nacionales. Por eso no fue, ni pudo, ni quiso ser, a pesar de todo, ni un Lutyens castizo, ni un Le Corbusier nacional. Es más, se situó siempre tan al margen de la ciudad moderna que su arquitectura no puede interpretarse como una alternativa clásica a lo metropolitano, a lo moderno, sino como su rechazo. Por eso, casi siempre construyó lejos, ajeno a lo urbano, ensimismado en la tradición, constructiva o de oficio, algo que además describió en sus ensayos históricos y críticos como pocos.

Por todo esto, una exposición sobre Luis Moya es siempre una atractiva excusa para refinar los instrumentos críticos e historiográficos de los historiadores y de los arquitectos y para mostrar también sus insuficiencias.