Arquitectura

Distrito C, juego de escalas

Rafael de la Hoz diseña la nueva sede de Telefónica

20 septiembre, 2007 02:00

Vista del conjunto del nuevo Distrito C de Telefónica. Foto: Aitor Ortiz

Hoy en día es difícil sorprenderse con un edificio. La oferta formal y la constante sorpresa que algunas arquitecturas buscan ya no soportan un análisis racional, y mucho menos sensible. La misión que le encomienda Telefónica a Rafael de la Hoz era ciertamente ambiciosa y difícil. Sobre un suelo de 18 hectáreas, 400.000 metros cuadrados edificados y 4.700 plazas de aparcamiento para un total de más de 12.000 empleados, reunificando todas las oficinas de la compañía hasta ahora dispersas por la capital. Un solar situado en el límite del término municipal de Madrid, rodeado por la autopista, con un entorno deslavazado y aún por consolidarse urbana y paisajísticamente.

La estrategia que plantea Rafael de la Hoz es especialmente inteligente. Primero hay que apropiarse del lugar. No estamos hablando de construir una "ciudad". De la Hoz es consciente de que una ciudad conlleva una densidad y otras variables que serían imposibles de plantear en ese solar. Tampoco es un "campus", con su condición temática, sus referencias a un paisaje urbanizado. Por ello denomina el conjunto como un distrito, un fragmento de la ciudad trasplantado, identificable por su escala y actividad. Rafael de la Hoz explica la estrategia de asentamiento con una imagen muy gráfica: se trata de un campamento, perfectamente delimitado por los vértices con edificios de mayor escala y envuelto perimetralmente por una lámina que le dota de unidad. Al no ser un campamento defensivo, esta lámina es horizontal, y no vertical, invitando a acceder entre los edificios, provocando una gran permeabilidad visual hacia el interior. Es casi del todo cierto que Telefónica es una compañía cuyos clientes son todos los españoles, o lo han sido. Por ello su mayor sede no podía ser un recinto inexpugnable, hermético. El Distrito C de Telefónica tiene voluntad de pertenecer a la ciudad. Accesible por metro, recibe a los usuarios por grandes atrios abiertos, y les invita a un café. En estos espacios de acceso, ya bajo el manto unitario de la gran marquesina, aparecen pequeños pabellones de elegante construcción y escala humana que ofrecen la cara más urbana y amable de una ciudad. Es un espacio de relación, de ocio, un espacio que pertenece a los hombres y mujeres y no a la corporación. También en este perímetro hay servicios sociales y deportivos, comercio y los accesos y llegadas del transporte público y privado.

Tras este umbral diseñado con códigos de urbanidad y no de urbanismo, se accede a un interesantísimo espacio público que no me atrevería a llamar plaza, ni atrio, ni campus. Combina sabiamente lo mejor de todos ellos. Se pasea cómodamente, y está parcialmente ajardinado, situando perfectamente al ciudadano, visitante o usuario, hacia un edificio concreto. El trauma contemporáneo por la seguridad lo han resuelto perfectamente con una gran visibilidad y transparencia en el recinto, sin restringir el espacio y propiciando la expansión visual al exterior enmarcando el paisaje lejano -hermosas vistas al perfil de Madrid y a la sierra de Guadarrama- entre los edificios y la lamina de cubierta.

El gran logro arquitectónico de la propuesta es el dominio de la escala, desde la escala del espacio público hasta la escala constructiva. Las cuatro torres de esquina, los edificios cardinales, marcan la escala inicial. Entre ellos, los edificios menores lanzan sus estructuras longitudinalmente entre estos vértices. En el lado mayor del rectángulo del distrito, el edificio principal, o de presidencia, recibe en el acceso pero no se sobrepone a los demás. Y la verticalidad de las esquinas se va tendiendo en edificios muy longitudinales en los que predomina la horizontalidad. La unidad de esta solución tan fragmentada se consigue con dos decisiones contundentes. La primera, el plano volado, que envuelve, protege del sol y además es una planta de energía fotovoltaica, cumple su función compositiva, espacial y medioambiental. La segunda es la fachada unitaria que, homenajeando al edifico Castelar, la gran obra del padre de Rafael de la Hoz, resuelve tecnológicamente el gran dilema de las fachadas de vidrio: cómo conseguir al mismo tiempo privacidad, transparencia, y evitar el excesivo soleamiento.

Es la última escala que se aborda en el proyecto, la escala de la percepción. A larga distancia el conjunto unitario resplandece con una cualidad pétrea, opaca, pero al acercarse se vislumbra una cierta refracción de la imagen interior. Desde el interior, sin embargo, la sorprendente transparencia nos hace entornar la mirada y adivinar qué tipo de magia consigue tal ilusión óptica. Una micro-serigrafía de dos tonos hace que el píxel impreso sobre el vidrio sea blanco al exterior y negro al interior, consiguiendo así espacios iluminados, protegidos y transparentes.

Sorprende cómo Rafael de la Hoz aborda el proyecto controlando la escala de implantación en el territorio, desde la edificación de los fragmentos hasta la construcción de la unidad. Y sorprende esta arquitectura por la cantidad de inteligencia, razón y experiencia que contiene.