Espacio llamado La cosa
El nuevo del Centro Medialab-Prado de Madrid, terminado a finales de 2012 por los arquitectos Langarita-Navarro, supone un paso importante en arquitectura ya que refuta los fatigosos lugares comunes que suelen asociar cultura con paternalismo, público con oficial y, al actuar sobre el patrimonio, también rehabilitación con taxidermia.
Medialab es aún un modelo pequeño, pero en crecimiento sostenido. Para promocionarlo, el Área de las Artes del Ayuntamiento de Madrid decidió albergar su sede física en la antigua Serrería Belga, cuya rehabilitación y adecuación, aún bajo el nombre primigenio de Intermediae Prado, fue objeto de concurso arquitectónico en 2007. Lo ganaron María Langarita y Víctor Navarro (Zaragoza y Madrid, 1979), aún entonces veinteañeros. Las piezas quedaban así perfectamente dispuestas para el fracaso: arquitectos bisoños, institución vagarosa y crisis en lontananza.
El cómo convertir al ciudadano en parte activa de la arquitectura no es cosa fácil y suele derivar, con cierta frecuencia, en retórica de taller ocupacional. De la misma forma en que no es necesario estar alfabetizado en el código de un programa informático para manejarlo, el Centro Medialab-Prado desarrolla su propuesta arquitectónica como una plataforma de gestión de contenidos, en la que el usuario es el rey con las herramientas que los arquitectos disponen. Langarita-Navarro se han adjudicado aquí el papel de meros intermediarios: las auténticas decisiones quedarán en manos de los habitantes futuros y suya será la responsabilidad. Un ejemplo: en la Serrería, de las tres fachadas a la calle (todas permiten acceder al conjunto, un edificio poroso en un tejido urbano congestionado), la más visible es la medianera enfrentada a la plaza de las Letras. Sobre ella, una pantalla de leds proyecta los trabajos y la actividad del centro. Si bien puede entenderse como la respuesta interactiva y en baja resolución al jardín vertical del vecino CaixaForum, también es un sistema de seguimiento de los resultados de los talleres, una llamada al compromiso del ocupante.
El edificio original conserva su carácter tras la intervención arquitectónica. Solo la costumbre hace que veamos ese conjunto como pieza única, aunque sea una unidad relativa. Se trata de una serie de edificaciones industriales de estructura de hormigón realizadas en dos fases: en la calle Alameda la arquitectura es ecléctica, con órdenes gigantes, y fue completada más tarde por una nave paralela, alineada a la minúscula calle Cenicero. Separando ambas está el patio central, ahora al aire libre tras demoler la cubierta preexistente de cerchas metálicas. La última adición, la contemporánea, contribuye a preservar esa integridad ficticia. En el entramado estructural que cierra el patio aparece ahora la pieza más llamativa: un núcleo recubierto con una doble piel textil y retroiluminada que enlaza ambos pabellones. Esta será la imagen que todo el mundo recuerde: una anémona técnica, un corazón artificial de suelos flúor y geometría arborescente. No es únicamente escalera o rampa, ni tan solo tiene un uso de estancia o circulación. En realidad, este lugar sintetiza la naturaleza ambigua del proyecto: "Todos los espacios de gran tamaño son talleres. El resto, Cosa o almacenes", explican los arquitectos. Desde esa propia denominación de La Cosa, como si fuera un alienígena mutante, multiforme e indetectable, los autores se obstinan en eludir el qué mediante la meticulosidad del cómo.
Este nuevo edificio elige no superponerse a lo ya existente; todo está preparado para ser alterado o desaparecer, en caso de necesidad, y ser devuelto a su estado original sin imposiciones. Frente a cierto modelo de rehabilitación fascinado por lo nostálgico-polvoriento (el edificio debe parecer antiguo y maltratado, ¡pobre!), aquí se aboga por una intervención menos fetichista y musealizante. En la Serrería se recurre, parafraseando a Reyner Banham, a lo que podríamos denominar estrategia hot-rod: una carrocería clásica a la que se ha insertado una potente mecánica. No hay aquí despliegue tecnológico, sino exhibición técnica: nada es nuevo ni nunca visto ; más bien se realiza un uso inteligente del catálogo, un ensamblaje adecuado.
La Serrería Belga supone, en realidad, la primera probeta del Medialab-Prado como laboratorio. ¿Cómo vender políticamente un espacio tan indefinido, ni museo ni fundación, y tan dependiente de un público proactivo? Por la zona han desfilado hasta el momento arquitectos-de-reconocido-prestigio con resultados opinables. Es posible que el hecho de haber quedado como la última operación, a la sombra del mucho más mediático CaixaForum, y sumado a los sucesivos parones en la obra (aprovechados como oportunidad para meditar cada paso), haya permitido que el experimento fructifique. Así ha sido; y se ha logrado con la ausencia de sentimentalismo y una precisión a la que puede aspirar solo determinado tipo de arquitectura, hecha con las tripas pero tamizada por la cultura y la empatía. Su edificio, ahora sí, será lo que usted quiera que sea.