Enrique Encabo Inmaculada Maluenda

Panthom, de Andrés Jaque. Pabellón Mies van der Rohe de Barcelona. Foto: imagensubliminal.com

El pasado diciembre se presentó en el Pabellón Mies van der Rohe de Barcelona la instalación de Andrés Jaque, 'Phantom. Mies as Rendered Society', una sorprendente y divisiva mirada hacia los mecanismos de construcción de un fetiche abierta hasta finales de febrero.

El arquitecto se sitúa de espaldas al agua y ataca el micrófono. En su posición, una inversión especular de la estatua de Georg Kolbe, tapa el compresor que ha quedado dispuesto encima del estanque. Esta suerte de tableaux vivant compuesto por autor, obra y marco en un plano fijo queda reforzado por la simetría de las líneas de perspectiva de suelo y techo. Andrés Jaque (Madrid, 1971) precisa frente a una nueva directora de la Fundación Mies van der Rohe y su predecesor saliente las líneas maestras de su trabajo. Jaque ha inventariado el Pabellón Mies sin dejarse nada. Tan impúdico y directo que, entre los invitados, alguien atrapa el instante y suelta la palabra "morbo". La colección de sillas, placas, electrodomésticos, escudillas o pruebas de materiales de construcción que ha abandonado brevemente los sótanos de los que provenían parece sacudirse brevemente.



El Pabellón Mies no es (sólo) un edificio: es un objeto cultural en fuga permanente. Artistas como Ai Weiwei o Antoni Muntadas, o equipos de arquitectos como Sejima y Nishizawa o EMBT han intervenido sobre él, añadiéndole el barniz necesario para matizar su condición de reliquia. En 1999, Jeff Wall realizó una instalación llamada Odradek y aprovechó la visita para fotografiar en gran formato las labores del empleado de limpieza del Pabellón. No sabemos si en ese desvelamiento está el origen de Phantom, la instalación de Jaque, que comparte con Wall su intención de hacer visibles los esfuerzos (y pequeñas guerras) destinados a servirnos un Mies listo para el consumo.



Edificio y arquitecto se confunden con frecuencia. Estudiado, copiado y banalizado hasta la extenuación, el Pabellón y Mies esquivan la foto fija, particularmente cuando se insiste en superponer un feroz cartesianismo sobre el hedonista sibarita que fue el alemán toda su vida. La intervención de Jaque tiene, por tanto, un efecto particularmente beneficioso: nos recuerda el carácter poliédrico de Mies van der Rohe, quizá uno de los mayores receptores de tópicos de la arquitectura moderna y uno de sus santos patrones. Contra esta inercia, Jaque reivindica para sí no sólo el Pabellón, sino el valor cultural de la blasfemia.



"Fue el trabajo más difícil al que jamás me enfrenté, porque yo era mi propio cliente; podía hacer lo que quisiese. Pero no sabía lo que debía ser un pabellón", afirmó Mies sobre el proyecto. Su confusión hacia la naturaleza del encargo resulta conmovedora, en tanto en cuanto el alemán dotó de significado a la palabra "pabellón" hasta adueñársela. Eliseo Sanz Balza, un visitante de la Exposición del 29 tan desconcertado como el autor, hablaba de la "sala oficial y amplios pasillos" del proyecto. Balza no sabía -desdichado él- que estaba recorriendo un espacio continuo. Puede que, efectivamente, la intervención de Andrés Jaque en el Pabellón de Barcelona recoja algo de esa impresión del buen salvaje que encuentra algo parecido a una casa, con la escala de una casa y, claro, lo interpreta como casa. Pongamos entonces que el esfuerzo no ha estado tanto en reconstruir a Mies, como en volver a imaginarnos como visitantes perplejos.



Hasta aquí hemos hablado del Pabellón como si existiera, lo que resulta -en puridad- inexacto. Lo que vemos y sobre lo que debatimos es un duplicado de extraordinario parecido, sí, pero fotocopia tras la demolición del original en 1930. Ángel González sugirió en su ensayo Casitas (Pintar sin tener ni idea, 2007) que, en su condición de facsímil, se adjudicase la nueva obra a una suerte de Mies gemelar (‘Mils van der Roch'). El caso es que la costumbre nos hace asumir por auténtico lo que no es más que voluntad de autenticidad, como bien se han encargado de reiterar las sucesivas polémicas desde la reconstrucción de 1986. Si algo hace Phantom al detallar sus matices -del tono de los vidrios al terciopelo de las cortinas, de los tornillos que fijan el revestimiento de los pilares a los restos corroídos de dos pilares originales- es, al fin, valorar ésta en sí misma y explicar que la verdad de las cosas quizá sea algo más que su mera cronología.