El jardín de El Coso de Cehegín, en Murcia
El recién concluido recinto de El Coso de Cehegín, del equipo de arquitectos madrileño Cómo crear historias, ofrece algunos valiosos apuntes en torno al uso y disfrute de nuestras ciudades, así como la muy necesaria puesta en valor de espacios que habitualmente soslayamos.
El Coso materializa el interés de los arquitectos por el diseño de infraestructuras naturales que interpretan y transforman el paisaje
La oficina de arquitectura, afincada en Rivas-Vaciamadrid, está formada por Mónica García Fernández y Javier Rubio Montero (ambos de la capital, 1976), quienes pertenecen a esa generación de arquitectos que, tras salir de la universidad, vieron esfumarse el perfume de la disciplina a la ventolera de la crisis: Cehegín fue su primer concurso ganado y, doce años después, al fin su primera obra. No todo es malo. Este plazo tan dilatado (reconocen los arquitectos) ha permitido el desarrollo e incorporación de determinadas tecnologías aún experimentales una década atrás resultaban, pero hoy ya plenamente integradas en el mercado.El Coso materializa el interés de Cómo crear historias por el diseño de infraestructuras naturales que interpretan y transforman el paisaje. En este caso, el corte topográfico, de casi veinte metros de desnivel, sirve para reciclar las aguas residuales gracias a su circulación y tratamiento por las nuevas especies verdes que ahora habitan los estanques. Será, como dicen sus autores, un "jardín que produce agua", autosuficiente. Hablar de esta actuación sólo como parque o elemento superficial es, no obstante, impreciso. La obra entremezcla los recorridos peatonales (necesaria sutura con el tejido circundante) con un nuevo volumen que parece emerger de la propia topografía y que aloja un vivero de empresas en el que se reubican instalaciones preexistentes en la zona.
Esta intervención es también un triunfo de lo específico frente a lo genérico. Podríamos explicar el rutinario diseño de nuestras plazas aludiendo a la idea del sombreado: un patrón que unifica visualmente el vacío, borra sus imperfecciones y, cuando llega a los bordes, se interrumpe. El Coso, sin embargo, opta por parecerse más a un tatuaje, a un trabajo a medida del lugar que aprovecha sus características hasta integrarse plenamente. Si nos interesa no es solo porque urbaniza un espacio con cierta habilidad estética o resuelve el tránsito entre dos cotas distantes, sino porque sabe ver algo en un yermo. Puede que el Coso no nos dé la razón ni asienta frente a un canon estético obligatorio, pero recupera algo que se daba por perdido y lo pone al servicio de los demás. ¿De verdad podemos seguir permitiéndonos que las ciudades se construyan a espaldas de los intereses del público y apoyándose tan sólo en criterios estéticos? La pregunta se responde sola.