Un cíclope sobre los berruecos
Vista exterior del edificio. Foto: Hisao Suzuki / Junta de Extremadura
Inaugurado el pasado 22 de junio, el nuevo Auditorio y Centro de Congresos de Plasencia, obra de la oficina madrileña selgascano, reclama nuevos diálogos entre la ciudad y el paisaje a la vez que reivindica la inteligencia creativa del proceso arquitectónico.
Plasencia es una "mancha" en el territorio adherida a los meandros del Jerte, la única población de cierto empaque en las faldas de la Sierra de Gredos. Su propio crecimiento refleja, en parte, el estrés de la prosperidad: la ruptura del perímetro amurallado de la ciudad histórica se ha saldado con un desafortunado remedo de trama urbana, orlado de unifamiliares idénticas a los de cualquier extrarradio. El kilómetro y medio y los seis siglos que separan la Catedral (Antigua y Nueva) y el Auditorio se han rellenado en las últimas décadas de construcciones de aluvión, que niegan cualquier vínculo local e ignoran la riqueza del asentamiento: el elemento extraño del borde urbano no es -seamos justos- el nuevo inquilino, sino ese tosco conjunto que permanece impávido frente a su propio horizonte.
Pese a su rotundidad, el volumen del Auditorio resulta extremadamente precavido, casi tímido, en su contacto con el entorno. De un tamaño relativamente moderado -5.000 m², una cantidad reducida en un edificio de estas características-, su base apuntada apenas horada la cota natural del terreno. Quizá para reafirmar esa pertenencia al territorio, el único contacto con la vía pública se limita a una gigantesca pasarela, una cálida "lengua" que desembarca en el foyer central de acceso. Ese gran hueco en el edificio, de lado a lado, sirve de ventana al paisaje y franquea el tránsito hacia las pasarelas y corredores perimetrales que conducen a las diferentes estancias.
El deambular por esos pasillos bañados por la luz natural, lejos del puro trámite, se asemeja a una inmersión narcótica, un paseo por la niebla tras la fachada opal. Envoltorio fascinante, también tiene sus debes: desde el interior se intuye la silueta difusa de un panorama con el que el usuario, seguramente, desearía un mayor contacto visual. El elemento más importante y razón misma de la existencia del proyecto es la gran sala, con capacidad para más de 700 espectadores. El espacio se configura como un logrado batiscafo de acústica exquisita, un descenso en picado de butacas en tonos cereza que, bajo una bóveda blanquecina, culmina en un escenario que enmarca la ladera exterior.
Sala principal del Auditorio. Foto: Hisao Suzuki / Junta de Extremadura
Aunque la forma del Auditorio suele invocar el recuerdo de la Casa de la Música en Oporto, del holandés Rem Koolhaas -a tan solo 4 horas de coche-, su radical materialización constructiva obliga a calificar el supuesto parecido de irrelevante. Plasencia reitera una característica habitual en la obra previa del estudio: la riqueza de matices de sus objetos. Cuando, hace más de una década, se presentó al público el Palacio de Congresos de Badajoz, o más recientemente el de Cartagena, se hizo evidente que las decisiones adoptadas en obra habían trascendido con mucho el proyecto inicial y madurado hasta alcanzar su cenit en el mejor momento posible: el edificio. El Auditorio reitera la posibilidad de interpretar el trabajo de selgascano como una investigación concatenada. Es fácil reconocer en la trama de puntos del esqueleto de hormigón de la estructura una evolución de los encofrados de su propia vivienda en La Florida (Madrid); en otra de las salas, la misteriosa textura de la pared resulta ser un cañizo; el banco de acceso o los óculos del volumen reutilizan hábilmente conducciones industriales. Ni siquiera el elemento más llamativo, la traslúcida piel de ETFE (un polímero de gran ligereza) de la fachada, se escapa de esa concepción cuasi-artesanal y un poco doméstica del objeto construido. Esa lámina extrafina se agarra a un ligero esqueleto, tan carente de pretensiones que parece pertenecer a una construcción de carácter fabril o productivo antes que cultural. El Auditorio es una apuesta más técnica que tecnológica, menos preocupada por el gadget o el exhibicionismo lujoso que por el ingenio de la reapropiación. Una adecuada puesta al día de una tradición -la encarnada por Miguel Fisac, sin ir más lejos- que reivindica la obra como un ecosistema creativo.Es de justicia reconocer que selgascano adoptan una actitud abierta que resulta, como poco, contracultural en estos momentos. La presentación de la arquitectura contemporánea, en su empeño por resultar asequible al público generalista, ha devenido en puro spoiler: todo debe ser desvelado desde el inicio, cualquier sorpresa reducirse al mínimo y evitar así cualquier trepidación o riesgo. Lo que se pretende es que el objeto terminado se parezca, sin desvíos, a aquello que se presentó el primer día. Eso es muy bueno para las aseguradoras, pero incompatible con algo tan trabajoso como el proceso de toma de decisiones que conlleva el construir algo de cierto valor.
Con su aspecto desenfadado y un tanto retrofuturista -la aparición de Barbarella no resultaría aquí descabellada-, el Auditorio de Plasencia parece refutar esa idea de que la materialización de un proyecto no es más que una "puesta en limpio" de unos bocetos iniciales. El camino es importante, y la realización de un edificio no debería tratarse como algo rutinario: lo más gratificante suele esconderse, con frecuencia y como aquí, en la atenta observación y captura de lo inesperado.