Enrique Encabo Inmaculada Maluenda

Robert Venturi

Pocos arquitectos han sabido mirar tanto y tan bien como Robert Venturi (1925-2018). Hijo de inmigrantes italianos, Venturi nació en 1925 en Filadelfia (Pensilvania), ciudad en la que asentó su estudio y alumbró sus primeras obras, siempre oscilantes entre lo popular y lo académico. De la ambivalencia, Venturi haría fortuna. Nombre solitario, gustó de la complicidad de otros: primero William Short, después John Rauch y finalmente Denise Scott Brown, su mujer y más fiel coautora. Su amor por el mundo clásico -fue becario de la American Academy en Roma de 1954 a 1956- devino, con el tiempo, en una querencia por las estatuas de escayola de los casinos y las vallas publicitarias. Y su obstinación por definirse como arquitecto y constructor topó, de manera insospechada, con el peor enemigo posible: su propio talento crítico. Más que ningún otro arquitecto del siglo XX, Venturi sufrió en carne propia -y estuvo a punto de autoinflingirse- el aserto de Victor Hugo según el cual el libro asesinaría a la arquitectura.



Pero, ¡qué libros! Complejidad y contradicción en la arquitectura (1966), el primero de ellos, oxigenó de improviso una disciplina asfixiada por la pureza -anémica a esas alturas de siglo- de la estética del Movimiento Moderno. Impregnado por el espíritu del Pop, Venturi se atrevió a esbozar una pléyade de construcciones heterodoxas, de evoluciones formales, balbuceos y golpes de ingenio: en sus manos, la Catedral de Granada se daba la mano con las banderas de Jasper Johns, y la escalera Laurenciana de Miguel Ángel era una obra maestra, precisamente, por su propia insensatez como elemento funcional. Sin embargo, y pese a lo atrevido de algunas de sus comparaciones, no fue por completo desobediente. Al final, y en consonancia con lo que parecía obligar la tradición de todo buen tratadista de arquitectura, desde el renacentista Andrea Palladio al moderno Le Corbusier, Venturi ilustró su "manifiesto moderado" -como él mismo lo denominó- con una amplia selección de sus propias obras, entre las que destacaba una pequeña casa.



Si ese libro no terminó con su carrera fue, entre otras cosas, gracias a ella. La escritura de Complejidad y contradicción coincidió en el tiempo con el desarrollo de esa casa para Vanna Venturi, su madre. En las idas y venidas del proyecto, que duró un lustro, el arquitecto transformó este pequeño encargo familiar -a la vera de una obra de Louis I. Kahn, su maestro- en una versión construida de su pensamiento, una píldora amarga y engañosamente sencilla. La casa "como la que dibujaría un niño" -diría en alguna ocasión, aludiendo a su tradicional cubierta a dos aguas partida por una chimenea- estaba llena de recovecos y pequeños juegos surrealistas, como escaleras que no llegaban a ninguna parte, bombillas desnudas o ventanas que se agrupaban para mantener, a su manera, la simetría del alzado. Era, por supuesto, gris verdoso, o de un color indefinible, cualquier cosa salvo el blanco del Estilo Internacional.



Vanna Venturi House

Robert Venturi probó su propia obra y habitó en ella durante unos meses, tras su boda en 1967 con Denise Scott Brown. La arquitecta, a la que había conocido a principios de la década, fue la principal responsable de su siguiente golpe de timón, un desafío que orientó a la pareja hacia un destino insospechado: Las Vegas. En el estudio que realizaron de la capital del juego, Venturi, Scott Brown y Steven Izenour -un colaborador de la oficina que devino en coautor- propusieron la lectura de los casinos, los aparcamientos, los neones o el kitsch de carretera como arquitecturas de pleno derecho. El resultado, Aprendiendo de Las Vegas, se publicó por vez primera en 1972 y sus frutos podrían calificarse, aún hoy, de equívocos. En un alarde de osadía, sus artífices admitían la existencia de un entorno no controlado por el arquitecto ni las reglas convencionales del buen gusto e incitaban, antes que a la reacción airada, a operar según las leyes e ideas que pudieran desprenderse de ese caos. Ese desapasionamiento, cuando no ironía -el humor y la ausencia de moralismo eran ciertamente importantes en ese enfoque-, acabó dando lugar a feroces críticas, y no faltaron voces que acusaron a la pareja de rendirse sin condiciones a las leyes del mercado. Como un trasunto de las debilidades y fortalezas de la democracia estadounidense, y tan inescrutable como la fórmula de la Coca-Cola, el pensamiento venturiano nunca quiso hacer explícita su peculiar mezcla de ingenuidad, populismo y astucia.



En la obra de Venturi y Scott Brown, el interés por el Pop y la simbología de la forma arquitectónica alumbraron eficaces modismos que se adjetivaron rápidamente como "posmodernos": obesos capiteles, frontones partidos, pregnantes geometrías impresas o decoraciones atrevidas que rápidamente se extendieron por las revistas y edificios de la época. Nunca gustaron de la etiqueta, y lo cierto es que de tal epidemia solo puede considerárseles parcialmente responsables. Como recuerda el crítico Martin Filler, Venturi y Scott Brown crearon un estilo pero, pese a la cadencia sostenida de trabajo y la aparición puntual de obras de cierta resonancia con su firma -como sus edificios académicos o la ampliación de la londinense National Gallery (1986-1991)-, no fueron sus principales beneficiarios.



Un epílogo podría hablar de cómo Venturi recibió -en solitario- el Premio Pritzker en 1991, o de sus obras tardías o de su deslumbramiento, ya en la década de 1990, por las nuevas posibilidades de la tecnología para desarrollar sus ideas sobre el ornamento y la arquitectura como medio de comunicación de masas; pero quizá convenga dejar eso a las enciclopedias. La vida de Venturi nunca supo, ni probablemente deseó en modo alguno, separarse de sus primeros logros de juventud, en los que construyó, en rotunda caligrafía suburbana y de clase media, su propia versión de la gran novela americana.