El río Doshi
El Museo Vitra del Diseño recorre la obra del arquitecto indio, ganador del Pritzker 2018.
24 mayo, 2019 16:18El museo de Frank Gehry en el Campus Vitra de Weil am Rhein (Alemania), junto a la ciudad de Basilea, resulta un hogar chocante para Balkrishna Doshi: Architecture for the People, debut en Europa, con casi 92 años, del penúltimo Pritzker. A primera vista, continente y contenido parecen antitéticos: frente a las fracturas formales y clientes de lujo del canadiense, emerge la tectónica atávica y paciente labor sobre el hábitat del indio. Se trata de contradicciones que expresan, no obstante, la polisemia del término arquitectura, de la que el quehacer de Doshi constituye una prueba incontestable.
La muestra –que itinera desde Asia: Delhi y Shanghái– trata de sintetizar a su protagonista para el gran público mediante dibujos, fotografías y maquetas, una labor divulgativa muy necesaria dada la despreocupación del homenajeado por los aspectos más mundanos de su disciplina. En Occidente y hasta el premio, Doshi ha sido, pese a su centenar de obras y seis décadas de ejercicio en el segundo país más poblado del mundo, apenas un secundario de las historias más inclusivas de la modernidad, como la del británico William Curtis. Hace gala, sin embargo, de un relato formidable: empezó Arquitectura en Mumbai en 1947, con la independencia de la India, trabajó con Le Corbusier en París hasta mediados de 1950 y, al regresar a su tierra, se casó y montó su oficina, Vastu–Shilpa, en Ahmedabad, principal escenario de sus aventuras y hogar de la burguesía textil de los Lalbhai. Gracias a su mecenazgo, allí se llevó a otro tótem: al estadounidense Louis I. Kahn, con quien colaboró en la ciudadela del Instituto Indio de Administración (IIM, 1962–1974), una cima del maestro. El hombre parecía un pararrayos, pero Doshi es bastante más que un afluente de la fama. Su trayectoria articula un personal discurso, herencia de las contestaciones al Movimiento Moderno, que entiende la arquitectura como una herramienta de relación entre el ser humano y su entorno. Tiene pleno sentido en un país en el que la calle deviene un caos inasible, techo u oficina, cuando no escenario de prodigios.
Con seis décadas de ejercicio y un centenar de obras en India, esta muestra presenta a Doshi al gran público
Aunque la exposición manifiesta una organización claramente legible en programas, de lo residencial a lo educativo, subraya en todo momento esa imposibilidad de separar lugar y edificio en la arquitectura de Balkrishna Doshi. Esta ambigüedad alimenta todo tipo de escalas, tanto domésticas como territoriales. Las pérgolas selváticas que conectan los pabellones de la sede del IIM en Bangalore (1977 y 1992, junto a Stein y Bhalla), estancia o comunicación según el caso, reencarnan a gran tamaño las ideas de flexibilidad que el arquitecto comenzó a explorar en su propio domicilio. En la casa Kamala (1963), bautizada en honor a su esposa, espacios de trámite como el descansillo de la escalera crecen hasta convertirse, de improviso, en un cuarto más. Sus viviendas colectivas de las décadas de 1960 y 1970 replican esa semilla: volúmenes aterrazados que sombrean el interior, azoteas que pueden usarse como dormitorio, peldaños que sobresalen y enfatizan la sensación de movimiento… Calle y casa conforman una urdimbre que propone, contra la alienación urbana, la empatía social de la aldea, el modelo predilecto de Gandhi. Aquí, las frecuentes intervenciones de los vecinos –molduras kitsch o balaustres– no se leen como agresivas, sino como signos de pertenencia y orgullo, laissez faire que retrata a un arquitecto menos preocupado por lo estético que por la implicación del usuario.
Acaso su mejor destreza resida en esa relajada argumentación de lo colectivo, que se hace evidente en la obra de su vida: el Campus del Centro de Planeamiento Ambiental y Tecnología de Ahmedabad (CEPT). El proyecto fue resultado de la obstinación pedagógica del propio Doshi, quien organizó el programa educativo de la Escuela de Arquitectura (1968), edificio inaugural, y ha trabajado en las sucesivas ampliaciones del conjunto hasta el presente. Siempre permeables –a excepción de esa cueva en ebullición que es la galería de arte Amdavad ni Gufa (1994)–, las distintas facultades comparten aspecto escalonado, ascetismo material y un exquisito control de las proporciones. Sobre ese tapiz homogéneo, la rica geografía de escaleras, patios o pasadizos en sombra transforma la institución en una academia íntima, pensada para acompañar espacialmente el crecimiento intelectual del estudiante, desde la reflexión solitaria a la plenitud de lo compartido.
Solía decir Charles Correa, colega y compatriota de Doshi, que la omnipresencia de lo sagrado en la India había hecho frente a la tabula rasa de la modernidad. Si para un occidental la historia tiene algo de fetiche, atractivo pero intocable, en nuestro hombre esa relación parece exenta de traumas. En las paredes del museo cuelga una tela de unos sesenta centímetros de alto con una perspectiva egipcia de Sangath (1980; ampliado en 2010), el estudio que se construyó en Ahmedabad al frisar la cincuentena. En la parte inferior, un dromedario camina entre los coches de la bulliciosa Drive In Road, por la que también circula, dios a contramano, un mini–Shiva. A medida que asciende la mirada, brota la vegetación y un precioso estanque en el que florecen los nenúfares. La oficina queda semienterrada: un hormiguero de despachos y entreplantas que huyen del calor junto a las raíces de los árboles, y de cuyo túmulo surgen cinco cilindros blancos forrados en trencadís. Si las bóvedas recuerdan la querencia vernácula de Kahn, el último mentor de Doshi, el paseo por esa colina pétrea, que recoge el agua de los monzones, evoca la memoria centenaria de los baoris, los aljibes escalonados que vertebran el mapa del subcontinente.
“A veces escribo poemas que son mas altos que yo”, decía Harriet, la niña de El río, de Rumer Godden. En su confluir de mito, artesanía y academia, también el torrente Doshi se eleva, eco de un país que transitó, en el tiempo de su generación, del campo a la urbe y de la rueca al átomo. Un arquitecto libre, nada menos.