Tarde o temprano, todo parece confluir en la casa: al estreno de Parásitos, la sátira doméstica de Bong Joon-ho, galardonada con la Palma de Oro en Cannes, se suma la exposición Imaginando la casa mediterránea. Italia y España en los años 50, que ha comisariado en la Fundación ICO Antonio Pizza, profesor de la Escuela de Arquitectura de Barcelona (ETSAB). Simultáneamente, el Premio COAM 2019 ha recaído en el estudio de Emilio Tuñón por su Casa de Piedra en Cáceres, y ha retornado a las librerías el clásico de Iñaki Ábalos, La buena vida. Visita guiada a las casas de la modernidad (Gustavo Gili); ya en 2020, la Bienal de Venecia hablará –ese es su lema– de cómo vivir juntos, pregunta que debería abordar, en mayor o menor medida, el asunto. No obstante, y como toda fascinación, la de la casa posee un reverso tangible de ansiedad. La palabra suele remitir a un cliché, el de una villa suburbana que ha alterado su significado merced a la precariedad económica: de Arcadia a pertinaz recordatorio de que vivir en las ciudades resulta prohibitivo. Sólo en Madrid, el alquiler ha subido más de trescientos euros de media en el último lustro, mientras que el ayuntamiento de Berlín se plantea la compra de promociones privadas para detener esa sangría.
Bajo el prisma de esta inquietud, película y exposición parecen entablar una conversación pública. En la cinta coreana, una familia de buscavidas –padre, madre, hijo e hija– se emplea como servicio doméstico de otra, de alto nivel económico. En un juego de espejos, la casa es aquí la clase: un semisótano laberíntico y mugriento como hogar de los criados frente a la atalaya pequeñoburguesa de los jefes ricos, tan prístina y hermética como impersonal: lujo capitalista de marca blanca, acaso el chalet de Sergio Ramos en su serie de Amazon.
Para un arquitecto, la vivienda es el encargo iniciático por excelencia, el que solapa al proyectista con el usuario
Que nada sea reconocible en los espacios –anonimato seguramente intencionado; tampoco los amos tienen nombre– hace que la casa se desdibuje, mientras que en la exhibición del ICO, por el contrario, coquetea abiertamente. Imaginando la casa mediterránea detalla cómo se actualizó la villa costera en Italia y España. El proceso que se relata resulta casi científico. Los estudios de las casas populares de los años 40 se mezclaron en la década siguiente con la arquitectura de vanguardia, hasta alcanzar un peculiar sincretismo que fue popularizado por revistas de la época como Domus, dirigida con mano de hierro por Gio Ponti. Este enfoque convierte a José Antonio Coderch en doble protagonista por su condición de arquitecto y corresponsal y, por tanto, cuidadoso editor de nombres (Correa y Milà, Harnden y Bombelli, Barba Corsini…) y formas. Cubiertas inclinadas y paredes blancas, ventanas que enmarcan el paisaje y plantas quebradas que se engarzan con la naturaleza: se trata de proyectos cultos, bastante mejor que buenos y, en algunos casos, como la Casa Ugalde (1951-1953) del propio Coderch, más que excepcionales. Sin embargo, lo que el profano puede ver en las fotografías es el buen gusto y nivel económico de los clientes, poco más; resulta difícil saber quién vive ahí. Nosotros no, desde luego: aunque el ‘Mediterráneo para todos’ del turismo llegaría en unos años, en la sala del ICO apenas se intuye.
Unos y otros representan aproximaciones complementarias al ideal de la casa. Mientras en el filme los criados desean encajar en ese mundo, sus tentativas de apropiación del espacio doméstico solo evidencian, como su olor, su inamovible condición de intrusos; la casa es un símbolo frustrante que les excluye. Por contra, en la exposición, lo retratado se apropia de la arquitectura tradicional para situarla fuera del alcance de quienes la alumbraron. Casi ningún visitante de la muestra podría pagarse esas viviendas hoy en día. Se dicen populares, pero son, aquí y ahora, exclusivas. Desde ese punto de vista, constituyen un modelo nostálgico, que subraya involuntariamente nuestra actual contradicción entre el individualismo soñado y el precario contexto económico y territorial con el que hemos de lidiar en el día a día. Otra opción sería, claro, que esos ejercicios expliquen algo más profundo sobre cómo hemos construido en común el significado de la casa.
“Nos gusta la perpetuidad, al menos en teoría. Pero en la práctica se nos paga para que no creamos en ella”. Eugène Emmanuel Viollet-Le-Duc, restaurador de Nôtre Dame y visionario tratadista, verbalizó en el segundo volumen de sus Conversaciones sobre la arquitectura nuestra angustia por adelantado. Ya en 1872, había que lidiar con la imposibilidad económica de hacerse con una casa para toda la vida. Nuestro refugio tiene una larguísima tradición, si bien, en tiempos de capitalismo rampante y calentamiento global, está por ver cuánto futuro. Para un arquitecto, es el encargo iniciático por excelencia, el que solapa al proyectista con el usuario; pero la casa nos pertenece a todos, resulta imposible no posicionarse frente a ella.
Durante el último siglo y medio y hasta convertirse en hogar, lo privado ha congregado multitudes: ha sido el manifiesto de Frank Lloyd Wright, Le Corbusier o Lina Bo Bardi, el juguete intelectual de Martin Heidegger, Georges Perec o Henry David Thoureau, pero también el empeño pragmático de Catherine Beecher o Christine Frederick, las ingenieras domésticas que supieron entender que la casa no era solo una imagen e investigaron sobre cómo incrementar la eficiencia en las labores cotidianas. Esas enseñanzas han persistido porque abordaron –como lo hicieron, a su modo, Coderch y compañía– una historia viva, capaz de amoldarse a intereses, necesidades y estructuras sociales y transitar, desde ahí, a la economía, nunca al contrario. La casa cambia y crece a partir de nosotros; en su condición de escenario para la vida es el más fiable de los indicadores. Pero si se invierte el camino, si se reduce a producto, solo evidencia, con crudeza, que hay otra cosa a la venta: el misterio de nuestra intimidad.