La historia es más o menos conocida, y quienes escriben la han vivido de primera mano. Al deambular a mediados de los noventa por la clase de Alberto Campo Baeza (Valladolid, 1946), en la Escuela de Arquitectura de Madrid, podía escuchársele argumentar por qué Julio Iglesias siempre enseñaba el perfil derecho en las portadas de sus elepés. En tiempos menos cínicos que los actuales, semejante afirmación despertaba no solo la perplejidad del alumno frente a su catedrático, sino que ofrecía, de propina, un apunte valioso: hay maneras de mirar que son mejores que otras. Así vista, la cara de Julio Iglesias sintetiza tres de las virtudes que han otorgado a Campo Baeza su privilegiado estatus en el ecosistema contemporáneo. Por un lado, su interés en instruir con ejemplos al alcance de cualquiera –otras veces empleaba al arquitecto Louis I. Kahn, convengamos que menos divertido–, por otro, su tenaz empeño en trabajar siempre desde las mismas ideas y, en tercer y último lugar, su habilidad para contarse, cosa nada sencilla.
“No voy buscando lo mínimo sino lo justo, lo preciso, lo lógico. La Poesía no es minimalismo en la Literatura”
Enseñar, construir y pensar(se): a la vista de los resultados, la receta ahí contenida se ha demostrado eficaz. Catedrático emérito tras su jubilación, y con encargos en marcha en lugares tan diferentes como Madrid, Nueva York o el Pacífico mexicano, Campo Baeza ha sumado una plétora de reconocimientos en los últimos años, con distinciones por parte del American Institute of Architects o el RIBA (2019 y 2013). La última y reciente Medalla de Oro de la Arquitectura a cargo del CSCAE (Consejo Superior de los Colegios de Arquitectos de España) corona una carrera de fondo, en la que las distintas facetas resultan difíciles de segregar. “¡Resistid, malditos!”, recomendaba a los jóvenes en sus textos.
Una cita de W. B. Yeats, de la que ha hecho uso con frecuencia: “Enseñar no es llenar el vaso, sino encender el fuego”. El de Campo Baeza prendió en Madrid a mediados de los sesenta, en las multitudinarias clases del curso selectivo previo a los estudios de Arquitectura: “allá a lo lejos, en la pizarra, don José Javier Etayo Miqueo, siempre con los cuellos del traje hacia arriba, se enzarzaba con la matemática moderna”, rememora en conversación con El Cultural. “¿Cómo era posible explicar tan bien algo tan abstracto? Ese fue el anzuelo; me fascinó, como me fascinaría en otro sentido Alejandro de la Sota, mi primer profesor de proyectos”. Rafael Moneo, Julio Cano Lasso –centenario este 2020– y Rafael Aburto, o su ejercicio como doctorando con Javier Carvajal dieron lustre a su formación hasta reingresar en la Escuela en 1976, ya como profesor, y convertirse en catedrático una década después, con apenas 40 años. “El quid está en la dedicación. He tenido clases de 20 y clases de 100 alumnos, y siempre me esforzaba en conocerlos a todos. Aún conservo las libretas con el nombre de cada estudiante y el esquema de su proyecto”. Un rigor que ha paseado por todo el orbe (Zúrich, Lausanne, Filadelfia) e impregnado el devenir profesional del arquitecto, hasta convertirse en uno de sus argumentos principales.
La mera posibilidad de enseñar arquitectura implica que ésta debería poseer fundamentos o incluso características formales que sean transmisibles. De enseñante a ejerciente, Campo Baeza ha destacado, más que como descubridor de caminos inexplorados, por ser un coherente transeúnte de ese silogismo. Tras unas iniciáticas colaboraciones con Cano Lasso, que alumbraron edificios docentes en Salamanca, Pamplona y Ávila (1974) y la Universidad Laboral de Almería (1976), su trayectoria fue cobrando, progresivamente, autonomía. Esa pausada evolución hizo pie en la vivienda del diseñador Roberto Turégano (1988; ampliada en 2012) a las afueras de Madrid. Es en ese cubo blanco donde el arquitecto sintetizó al fin su personal aproximación al espacio. Si la cascada de vacíos que horadaban el volumen parecía un rescate de la primera modernidad, desde el primitivo Raumplan de Adolf Loos a la composición très difficile de Le Corbusier, su confianza casi naíf en la contención expresiva elevaba el resultado sobre la mera suma de alusiones. La caja, teórica y silente, atrapaba en su interior las vistas y la luz, los rayos de ese sol meridional que, desde entonces, tanto le han seducido. Esa aparente neutralidad suscita asociaciones con el minimalismo, una etiqueta que rechaza de plano: “No soy alguien que vaya buscando el mínimo. Voy buscando lo justo, lo preciso, lo lógico, tan sencillo como eso; la poesía no es minimalismo en la literatura”.
Sus casas tienen algo de esfinge, con esa franqueza que deja al espectador perplejo y en busca del truco: ninguno. En Campo Baeza lo ligero va encima de lo pesado, las dobles alturas, junto a espacios bajos, un plano delimita un recinto. Nada que no sepamos, pero que solemos dar injustificadamente por supuesto. Infalibles e inefables, esa quincena de obras conforma una serie caligráfica en la que la generosidad es más cosa de centímetros que de gestos, desde la progenie de la Turégano que representan la madrileña casa Cala o la mexicana Domus Aurea (2015 y 2016) a la relación con el patio de la Gaspar o la Guerrero (1992 y 2005) o, ya al límite, la enigmática presencia de un plano horizontal que esconde, bajo sí, la Casa del Infinito (2014).
El estuche y la caja
“No soy un arquitecto de casas. Soy un arquitecto. Punto”. Tal reiteración de temas no es casual, sino que responde a un anhelo de universalidad que Alberto Campo Baeza suele desgranar, fiel a sus métodos, mediante el símil del estuche y la caja: el primero se amolda al contenido, por lo que solo permite alojar un instrumento concreto, pero la segunda, que él prefiere por su renuncia a cualquier rasgo específico, es capaz de acoger cualquier posible función. En su trabajo y en consonancia, un palio estático, con los soportes bien ceñidos al borde, puede resguardar un salón transparente sobre un podio –los ejercicios miesianos de las residencias de Blas o Rufo (2000 y 2009)– o acondicionar un espacio público entre las catedrales de Cádiz (2009). Si se opta, por el contrario, por retranquear la estructura –limpios voladizos sobre soportes cilíndricos–, lo que se tiene es la casa Olnick Spanu (2008), pero también el centro BIT en Inca (Mallorca) o el prístino contenedor del Consejo Consultivo de Castilla y León en Zamora (2012).
Quizá por ese afán de pureza, la arquitectura de Campo Baeza establece una contrastada relación con lo urbano. Los citados hortus conclusus de Zamora y Mallorca o la brusca gravedad de la Caja de Granada (2001) y el vecino Museo de la Memoria de Andalucía (2010) mantienen la trama a distancia, para preservar así la rotunda integridad visual del objeto arquitectónico. Circunstancias, explica, de cada proyecto: “por supuesto que me hubiera encantado hacer trozos de ciudad, pero no se ha dado el caso. Al final, todo se reduce a lo mismo. Un arquitecto se dedica a ordenar: ordena el territorio, la ciudad, la manzana, la casa y hasta el cuarto de baño”.
“Un arquitecto se dedica a ordenar. el territorio, la ciudad, la manzana, la casa y hasta el baño”
El elefante en la habitación es, claro, la belleza, a la que dedicó el discurso de ingreso en la Real Academia de Bellas Artes de San Fernando, allá por 2014. ¿Cómo se relaciona alguien tan racional con un asunto tan inasible?: “Explicar por qué un espacio es bello es difícil. No resulta sencillo transmitirlo hasta que está hecho aunque, curiosamente, cuando la arquitectura es buena y profunda, la gente lo entiende, lo reconoce sin intermediarios. Un ejemplo es el Panteón: pueden haberle quitado los bronces para hacer el baldaquino de Bernini, puede haber cambiado su función, pero si Chillida se abrazaba a la columna de luz de su óculo es por algo”.
Esa insistente recurrencia al monumento romano, o a las citas a Homero, las Meditaciones de Marco Aurelio o T.S. Eliot que salpican sus textos podrían caracterizarle como un obstinado defensor del paradigma clásico, más o menos aderezado con la estética de la primera modernidad. Una mirada más completa no termina de rechazar ese aserto –ni que fuera malo–, pero, sin duda, lo matiza. Desde el inicio de su carrera, Campo Baeza ha exhibido una acusada consciencia de que la arquitectura no se terminaba en el edificio. Resultaría prolijo enumerar sus reiterados esfuerzos de difusión y trilla de la materia, desde su corresponsalía para la revista japonesa a+u, iniciada con un artículo el 7 del 7 de 1977 –numerología y matemáticas, siempre presentes–, hasta su labor como comisario del Pabellón de España en la Bienal de Venecia del año 2000, saldada con el León de Oro.
Como centinela de su propia contemporaneidad –“No creo en un buen arquitecto inculto”– se ha hecho consciente de las implicaciones que la imagen tiene sobre la obra: tan importante es ser como presentarse. La velocidad mediática de sus iconos demuestra que su arquitectura ha aprendido a posar, como una diva, en busca de su perfil más memorable: el limonero al alba en el patio de la casa Gaspar, o la perspectiva casi renacentista de su casa del Infinito, podio y horizonte, o el rayo que asaeta el atrio hipóstilo de Granada son solo algunas de las instantáneas que, tan astutas como sintéticas, jalonan su narrativa. “Siempre he dicho que un mal arquitecto con un buen fotógrafo es un hipócrita, pero un buen arquitecto con un mal fotógrafo es un imbécil”. Genio y figura.