Dice Andrés Trapiello en su Madrid (Destino, 2020) que la capital, “siendo grande, no ha acabado nunca de ser monumental”, y cabe darle la razón en la Castellana, porque sus prodigios son un poco de andar por casa, como unos Campos Elíseos que alguien hubiese trazado de memoria sin haberlos visto nunca. En parte es una suerte, porque el paseo obtiene sus mejores réditos no de la imitación de las pompas de fuera, sino de obras tanto mejores cuanto más pendientes de lo sustantivo, que sigue siendo la ciudad. Es algo que puede observarse en sus últimas incorporaciones, dos edificios de oficinas a cargo de dos parejas locales en la acera de los pares: en el 44, Estudio Álvarez-Sala y Aybar-Mateos han refrendado una rehabilitación modélica junto al paso elevado de Juan Bravo; más al norte, en el 94, Borja Peña (BETA.Ø) y Javier García-Germán (TAAs) están de estreno en las estribaciones de la colina de los Chopos. Aparentemente, esos ejercicios pueden despejarse de un plumazo: misma función, tamaño y, por supuesto, el común recurso al vidrio –en doble fachada– como uniforme que viste los espacios de trabajo modernos. Son sus reflejos del cielo de Madrid, sin embargo, los que los hacen tan distintos.
Espejo o caleidoscopio, los recién llegados demuestran un compromiso inusual con su entorno. Lo mejoran
Pese a que se inauguren a la vez, provienen de tiempos dispares. Del tramo de Nuevos Ministerios aún sabemos de oídas: los nacidos hacia 1950, cuando se levantó el telón que separa El Viso del granítico edificio de Secundino Zuazo, recordarán que la Castellana se acababa por esos lares. Sin terminarse, añadirán, porque no ha sido hasta este 2020 cuando Peña y García-Germán han colmatado el último vacío del eje. La suya es una talla que se mira de frente y hacia cubierta, desde el chaflán y por la espalda; tan ambigua que ajusta su escala a las casitas y a los coches, y tan atractiva en su imagen fragmentada que bien podría llevarse ésta el botín de la obra, la parte por el todo. Sin embargo, lo que dice ese titilar de vidrio es más profundo: que el porvenir de la Castellana pasa por repensar automatismos que cayeron hace mucho en lo banal. De modo que sus oficinas dejan vista la losa del techo, que ya no es falso, para aprovechar su inercia térmica, y sus teselas, reflectantes o transparentes según se enfrenten o no al sol de plano, obedecen, amén de a un cálculo energético o voluntad artística, a una meditada síntesis combinatoria, como la arquitectura de toda la vida. Y aunque quepa pensar que esa cascada tiene mejor cabeza que pies –sobre todo en la esquina, porque los ecos burgueses de su zaguán bien merecen reconocimiento–, supone una osadía inhabitual en estos pagos, a los que tanto les cuesta conjugar negocio y finezza.
Reescribir un edificio
Por su parte, y en lugar de pronosticar el futuro, Enrique Álvarez-Sala, Camila Aybar y Juan José Mateos indagan en cuánto hay de presente en el pasado, que es como decir de intemporal. El suyo es un Madrid de segunda mano: el del bloque chaparro de la antigua Dirección General de Seguros, uno de esos prismas de plusvalías que, a finales de los 1960, sustituyeron a los palacetes decimonónicos de las laderas de Serrano. Hasta la fecha no parecía gran cosa, pero si la convención dicta que rehabilitar lo construido es quedarse con lo que pesa, el esqueleto, y tirar las sobras, ellos se han saltado ese atajo, tan eficaces al aprovechar la peculiar estructura suspendida y despejar los interiores como al reciclar las partes blandas, caso del sofito retro de planchas metálicas de la entrada. Tampoco es que embalsamen; cuando el original tropieza, lo reescriben con soltura: así, las quillas obtusas y espejadas de los frentes devienen de su mano en una elegante superposición de planos paralelos, los vidrios más cortos cuanto más arriba y alejados del espectador para acentuar la perspectiva y estilizar el volumen. Madrid vuelve celeste tras rebotar de cuerpo entero en ese tamiz, que escamotea pero no esconde la arquitectura y que debe mucho al optimismo estadounidense de posguerra, aunque más aún a su insólita naturalidad como vecino de dos obras maestras, ya menos solas: el ingrávido edificio Castelar (1983), de De La-Hoz y Olivares, y la alacena mecánica del antiguo Bankunión (1975), de Corrales y Molezún.
Espejo o caleidoscopio, los recién llegados demuestran un compromiso inusual con su entorno, que dejan mejor que como lo encontraron, en ese perfil continuo en que hacen pie los cielos de la capital. Desde que se derribó la cerca de Felipe IV, allá por 1868, la Castellana comenzó a coser los diferentes Madriles hacia el norte, cuando no a inventárselos, que a veces llegaba la calle antes que la gente. En breve, como más o menos cada cincuenta años, toca estirón, y quizá sea el momento de agradecer, en lugar de las inevitables muestras de poderío que nunca nos han funcionado –no hay más que mirar a Colón–, las bondades de toda esta arquitectura intermedia que se trabaja el futuro o corrige las torpezas del pasado. De una ciudad que es la nuestra, a fin y al cabo.