Stefan Zweig gozó de un éxito colosal, pero el ascenso del nazismo le obligó a emigrar. Encarnaba todo lo que Hitler odiaba: judío, escritor cosmopolita, hombre culto y refinado, amigo leal y ciudadano comprometido con la libertad y el diálogo. Exiliado en Brasil, Zweig se quitó la vida con su pareja cuando el nazismo parecía una marea imparable, capaz de conseguir ese imperio de mil años que había prometido Hitler a los alemanes. En los años sesenta, se empezó a cuestionar el talento de Zweig. Era la época del posestructuralismo y, en el dominio de la crítica literaria, reinaban mandarines como Roland Barthes, Jacques Derrida, Gilles Deleuze y Jean Baudrillard. Y aún duraba la resaca de Sartre, que pontificaba desde su púlpito, lanzando anatemas contra todos los escritores “burgueses”, Zweig incluido. Además, se acusaba al autor austriaco de sentimentalismo, un pecado inexcusable en un tiempo donde se reivindicaba la autonomía de los textos como pecios de una gramática profunda desvinculada del hombre y la historia. Afortunadamente, esa perspectiva comenzó a debilitarse en los años noventa. En nuestro país, la extraordinaria labor de la Editorial Acantilado rescató a Zweig de las librerías de ocasión y segunda mano, devolviendo sus textos al lugar que les correspondía, con nuevas traducciones y bellísimas ediciones. El mundo de ayer se convirtió en un éxito de ventas y Zweig fue rehabilitado como uno de los grandes escritores del siglo XX. No era un novelista afectado por un sentimentalismo pueril, sino un escritor que había sondeando los estratos más profundos del ser humano, analizando sus pasiones con rigor y clarividencia. No era tan solo un narrador, sino un humanista que simbolizaba esa Europa libre, plural y tolerante que los nazis habían pretendido destruir. Zweig no era un mero entretenimiento, sino un faro en la noche oscura del totalitarismo.
Veinticuatro horas en la vida de una mujer es una novela corta que narra la peripecia de C., una viuda que a los cuarenta años se enreda en una aventura romántica con un joven polaco que apenas supera los veinte. No es un relato erótico, si bien tiene grandes dosis de sensualidad, sino la crónica de un encuentro fugaz entre dos vidas salpicadas por la tragedia. La viuda se casó a los dieciocho con un oficial británico, un hombre mayor que ella con el cual disfrutó de una existencia tranquila, pero exenta de pasión. Tras enviudar, cayó en la apatía. Con sus hijos mayores, su rutina se estancó en el tedio y el vacío. Sin metas ni ilusiones, resignada a una discreta infelicidad, todo cambió en el Casino de Montecarlo, cuando se topó con un joven que había perdido todo su dinero en la ruleta y acariciaba la idea del suicido. Su desesperación le conmovió y decidió ayudarlo, lo cual dio pie a una noche de pasión y a un doloroso desengaño. Su aventura no trascendió, pero le creó un profundo sentimiento de culpabilidad. La moral burguesa no tolera esa clase comportamientos. Por eso, guardará celosamente el secreto durante décadas, pero una discusión en una pensión sobre una mujer que ha abandonado a su marido y a sus hijos despertará el deseo de confesarse ante un desconocido, liberándose del peso que ha abrumado a su conciencia durante años. Stefan Zweig excluye la perspectiva moral. No pretende juzgar ni condenar. Su propósito es mucho más ambicioso. Quiere comprender, averiguar qué impulsos regulan la conducta humana, saber por qué las pasiones pueden llegar a ser tan destructivas.
Veinticuatro horas en la vida de una mujer es un pequeño tratado sobre el síndrome de Madame Bovary. Más humano e indulgente que Flaubert, Zweig simpatiza con la mujer que se deja arrastrar por la pasión, desafiando a los convencionalismos. Su forma de contar la historia de C., omitiendo un nombre que podría restarle su condición de arquetipo, revela una aguda comprensión de la sensibilidad femenina. Veinticuatro horas son suficientes para que un corazón solitario e incomprendido se sacuda el yugo de los prejuicios, aventurándose a amar a un desconocido. Los que censuran esta clase de comportamientos actúan movidos por el miedo a su propio instinto, a ese fondo irracional, “demoníaco”, que late en nuestro interior, priorizando la pasión sobre la razón. Zweig no disimula su aprecio por esas mujeres de vidas anodinas que acopian el valor necesario para obrar de acuerdo con sus sentimientos.
Leí de joven Veinticuatro horas en la vida de una mujer, pero recordaba bastante bien el argumento, lo cual corrobora que se trata de una gran historia contada de forma magistral. Cuando descubrí que se había realizado una versión musical, me quedé desconcertado, pues era incapaz de imaginar cómo se podría hacer algo así sin cometer un despropósito. El musical se había estrenado en 2017, coincidiendo con el 75 aniversario de la muerte de Zweig, y había cosechado premios y buenas críticas. Me enteré de que el espectáculo volvía a reponerse en el Teatro Galileo de Madrid y, a pesar de la pandemia, decidí acercarme. La participación de Silvia Marsó, con una trayectoria de grandes interpretaciones en el terreno del teatro clásico (Ibsen, Cervantes, Lorca, Tennessee Williams), constituía un inmejorable estímulo. La extrañeza que produce asistir a una función con una mascarilla se disipó apenas se apagaron las luces, pues una cuidada escenografía de Arturo Martín Burgos y una bella iluminación a cargo de Juanjo Llorens arropadas por un terceto (piano, violín y violonchelo) crearon de inmediato esa fascinación que ejerce el teatro sobre la realidad, concentrando nuestra atención en la peripecia de unos personajes imaginarios.
Silvia Marsó interpreta convincentemente a C., demostrando una enorme plasticidad en sus gestos y en su dicción. Como mujer de edad avanzada, conmueve en su doliente soledad. Como mujer de mediana edad, despierta ternura y simpatía. El papel no es sencillo, pues exige transitar de la alegría al desengaño, de la resignación a la ebriedad de un romance inesperado, de la vejez a una madurez con destellos de juventud. Marsó se desenvuelve bien en todos los registros, hipnotizando al espectador, que comparte sus altibajos sin poder desviar la mirada de sus movimientos. Su ilusión de mujer enamorada se desploma ante un enemigo invencible: la ludopatía. El joven polaco, brillantemente interpretado por Felipe Ansola, no es un muchacho de mal corazón, pero su pasión por el juego anula su voluntad, convirtiéndole en el monigote de una cruel adicción. Germán Torres en el papel del destino da paso a los distintos giros de la trama, introduciendo una nota de farsa que, lejos de desentonar, acentúa la impotencia de los personajes ante fuerzas incontrolables, como el amor, el erotismo, los prejuicios y el azar. Torres recuerda al coro de la tragedia griega, comentando los distintos incidentes de la trama. No hay piedad ni desdén. Solo esa perspectiva levemente burlesca del que contempla los hechos desde arriba. Al igual que sus compañeros de reparto, hace un gran trabajo. La dirección de Ignacio García funciona en todo momento con la precisión de una batuta magistral, concertando música, luz y palabra. Me sorprendió el trabajo físico de los actores, que se mueven por el escenario con intensidad, gracia y dramatismo. Todos cantan bien, sin descuidar la interpretación. La música original del ruso Sergei Dreznin y la dramaturgia de los autores franceses Christine Khandjian y Stéphane Ly Cuong completan el milagro de una pequeña pieza de cámara que discurre entre la Costa Azul, el Casino de Montecarlo, la Riviera francesa y la Viena de entreguerras.
Dos momentos de la representación me conmovieron especialmente. El parlamento de Silvia Marsó sobre las manos de los jugadores del Casino de Montecarlo y la solemne promesa de los amantes en una iglesia católica. Manos claras, nerviosas, trémulas, impacientes, blandas, flojas, dominantes, sumisas, tímidas o insolentes. Manos donde se manifiestan los secretos y los deseos, los anhelos y los miedos. Las manos del joven polaco parecen dos caballos salvajes: bellas e indomables. Marsó demuestra su gran talento dramático en esta escena, que combina belleza y drama, ligereza y gravedad, alegría y fatalismo. La escena de la iglesia no es menos fascinante. Los amantes se arrodillan, vaciando sus conciencias ante una imagen de la Virgen. No se confiesan: imploran, prometen, sueñan. Unidos por una noche de pasión y embriaguez, fantasean con un futuro diferente. C. comprende que las horas pasadas en compañía de su amante le han enseñado más que en cuarenta años de vida burguesa. Se ha redescubierto como mujer enamorada. No está muerta por dentro, sino dispuesta a renunciar a todo (fortuna, honor, reputación) por seguir a su amante. Incluso, pediría limosna, si no hubiera otro camino para conservar ese amor. Nada saldrá como espera. El desencanto y la tragedia se darán la mano, poniendo fin a su sueño. Solo el tiempo calmará sus heridas: “La vejez no significa nada más que dejar de sufrir por el pasado”.
Veinticuatro horas en la vida de una mujer es una pequeña joya que propicia toda clase de recorridos. Adaptado como musical, adquiere aún más fuerza, evidenciando el profundo lirismo que empuja sus páginas. Después de salir del teatro y pasear por un Madrid oscuro y lluvioso, experimenté la sensación de que me toparía con Zweig en cualquier portal o marquesina, sonriente y tranquilo. No me costaba trabajo imaginarlo caminando del brazo de Silvia Marsó, feliz de comprobar que sus palabras seguían circulando por un mundo libre y diverso. La civilización es frágil y precaria, pero siempre tendrá de su lado a los literatos y artistas, recordándonos que la belleza no es un lujo o un adorno, sino el umbral de la esperanza.