La carrera de Tadao Ando (Osaka, 1941) parece haber discurrido siempre en un sentido, hacia arriba, en un tránsito paulatino hacia la ubicuidad. Con trabajos en Nueva York, París, Monterrey, Shanghái o Venecia, la arquitectura de las últimas décadas no puede definirse sin su impronta: geometrías rotundas, un aprecio táctil por el hormigón y el empleo escenográfico de la luz. Se trata de una estabilidad innegociable, y que retorna estos días a la palestra con motivo de su rehabilitación de la Bolsa de Comercio en París. En la rotonda de Les Halles, Ando ha insertado un artefacto platónico, un cilindro pluscuamperfecto que acomoda el espacio para albergar la colección del magnate galo del lujo François Pinault.
Como de costumbre, la operación es tan directa como eficaz, al superponer la desnudez del hormigón a la riqueza ornamental de la cúpula y su cubierta de vidrio decimonónica. Se trata de la última colaboración –por el momento– entre arquitecto y cliente tras las obras del Palazzo Grassi y la Punta della Dogana en Venecia (2006 y 2009), estabilidad reseñable en estos tiempos: “Nos conocimos en París a finales de la década de los noventa, en la casa de nuestro amigo común Karl Lagerfeld. La segunda vez que nos encontramos fue ya en el 2000, cuando me invitó a tomar parte en el concurso para hacer un museo en la isla de Seguin”, explica Ando.
“La experiencia espacial de la arquitectura ha sido una de esas conversaciones perdidas con la pandemia”
Aunque el proyecto del Sena se frustró casi de inmediato, pronto surgió esta nueva oportunidad: “Me impresionó la claridad con la que el señor Pinault expuso su idea de museo, una arquitectura que combinase las cualidades majestuosas de una catedral gótica con el espacio introvertido y sereno de una capilla románica. La Bolsa de Comercio representa este sueño”.
Pregunta. Un sueño postergado. El museo debía haberse inaugurado el pasado 2020, pero se retrasó a causa de la Covid. ¿Cómo ha vivido alguien como usted, tan preocupado por la experiencia de la arquitectura, una situación como el confinamiento?
Respuesta. Siempre tuve confianza en la determinación de François Pinault, nunca me sentí inquieto, incluso en circunstancias tan inesperadas como estas. Creo que a todos nos agobia esta interacción limitada con los demás. Pese a que las telecomunicaciones modernas pueden facilitarnos los medios necesarios para hablar entre nosotros, no siempre es suficiente. A lo largo de la pandemia se nos ha recordado la importancia de recibir estímulos sensoriales y de embarcarnos en el diálogo. En este sentido, la experiencia espacial de la arquitectura también ha sido parte de esas conversaciones perdidas.
Trabajo en el vacío
P. Acabamos de mencionar a Lagerfeld y a Pinault, pero usted también ha realizado proyectos para personajes tan conocidos como Tom Ford, Damien Hirst o Luciano Benetton. ¿Cómo explicaría el interés de todos ellos por un arquitecto que trabaja esencialmente con el vacío y una paleta material tan reducida?
R. Todas esas personas que acaban de citar son únicas, tienen su propia individualidad; no pueden ponerse juntas. Sin embargo, si tienen algo en común es que poseen una firme voluntad de encontrar las cualidades fundamentales en las cosas. En lo que a eso respecta, ese sería el punto de contacto entre sus vidas, tan glamurosas, y mi arquitectura, que, en efecto, puede decirse que tiende al ascetismo.
“Pinault quería un museo que combinara la majestuosidad de una catedral gótica con el espacio introvertido y sereno de una capilla románica”
Cuesta hablar de Tadao Ando sin consignar su pintoresca biografía, tan rotunda como sus edificios. El propio interesado ha relatado sus años de buscavidas, en los que la pobreza del Japón de posguerra le hizo abrazar oficios tan distintos como púgil –unos guantes de boxeo aún cuelgan de las paredes de su estudio– o aprendiz de carpintero. Ando se sentía atraído por la arquitectura, pero no podía costearse unos estudios universitarios, así que leyó los libros por su cuenta y, cuando en 1965 se levantó la prohibición de viajar al extranjero para los ciudadanos japoneses, navegó hasta Vladivostok y tomó el Transiberiano hacia Moscú. El joven emprendió así su particular y anárquica versión del Grand Tour: siete meses en los que vagó por Europa –España incluida– América y África para empaparse del contacto directo con las obras que le interesaban.
R. Ese viaje fue mi escuela. Sin embargo, el simple hecho de caminar alrededor de un edificio y de mirarlo no resulta suficiente para aprender. Me preguntaba insistentemente por qué eran bellos, qué era lo que me atraía. Fue un periodo de tiempo que pasé haciéndome ese tipo de preguntas sin respuesta; aunque doloroso, me llevó a establecer las bases de mi propia filosofía como arquitecto.
Ando ha mencionado en otras ocasiones las huellas de ese desconcierto, como su perplejidad frente a la Villa Savoye de Le Corbusier, prácticamente en ruinas por aquel entonces. Las tres visitas consecutivas que realizó a Poissy dejan claro su método autodidacta: insistir una y otra vez en la experiencia física hasta que fuese capaz de entender lo que estaba viendo. ¿Aún cree que la arquitectura no puede enseñarse? “Eso es difícil de responder –apunta–; muchas cosas pueden contarse en las escuelas, pero hay otras que nadie puede trasladar, y que los estudiantes deben aprender por sí mismos”.
Dada la rapidez con la que definió su carácter como proyectista, puede decirse que el suyo fue un aprendizaje fructífero. Ya en sus primeras obras en Osaka, como la casa Tomishima, de 1973 –que el propio arquitecto demolió quince años después para construir su estudio en el mismo solar–, o la casa Azuma en Sumiyoshi, de 1976, todo parecía construirse igual: en hormigón. Los proyectos aspiraban a manifestar la estructura como orden, algo que afrontaban con radicalidad extrema al resolver con ese único material tanto el exterior, la fachada, como el interior, las particiones. Las desnudas paredes de sus salones mostraban el mismo acabado de retícula y orificios que la cara pública, detalle que desde entonces identifica su trabajo. Abundan las anécdotas a cuenta de esa severidad, desde las más o menos apócrifas –se dice que sus becarios volvían cada año a las casas a raspar las manchas de humedad– a las que pueden comprobarse sobre plano: para encajar el programa de la minúscula casa Azuma en dos pabellones separados, Ando sacó la escalera al patio, de manera que cosas tan sencillas como bajar desde los dormitorios al único baño implicaban salir a la intemperie.
Arquitectura de guerrilla
P. Esos experimentos domésticos quedan muy atrás, ¿diría que su arquitectura se ha abierto más al espacio público desde entonces?
R. Al principio de mi carrera proyecté muchas casas de pequeña escala que tenían ese carácter introvertido, y también edificios de carácter comercial. Esta experiencia me permitió concentrarme en la construcción de espacios públicos pequeños, pero rotundos, que estimulasen su contexto inmediato; trataba de crear lo que llamé “arquitectura de guerrilla urbana”. En la década de 1990, a medida que la tendencia hacia la sociedad de consumo ganaba impulso, trasladé poco a poco el foco de mi trabajo desde el ámbito comercial a los equipamientos culturales de carácter público. En realidad, mi actitud hacia la ciudad apenas ha cambiado desde aquella “guerrilla urbana” de hace ya medio siglo.
P. A mediados de los 1990, época en la que le otorgaron el Pritzker, su influencia era casi ineludible; no había revista en la que no apareciesen esos encofrados modulares que casi podrían considerarse un cliché de su arquitectura. ¿Le frustra que le imiten, el verse reducido a una estética?
R. El vocabulario arquitectónico que empleo es altamente versátil, así que no me decepciona ver una obra hecha por otra persona que siga una tendencia similar a la mía ni asumo que se trate de una mera imitación. Por encima de todo, la arquitectura y el arte se han desarrollado en el ámbito creativo mediante el encuentro de valores distintos. Es un fenómeno muy habitual el que los artistas de una misma época se inspiren entre sí. Considero un gran honor que mi arquitectura pueda contribuir, por poco que sea, a ese relevo creativo.
“Me gustaría crear una obra que perdure en la memoria, como el recuerdo, antes que como una materia tangible o una forma”
Hace ya 30 años, el historiador y crítico británico Kenneth Frampton detectó en la obra de Tadao Ando una manifestación ejemplar de lo que había denominado como “regionalismo crítico”. Para Frampton, el maestro de Osaka –una ciudad importante, pero no una capital– poseía la capacidad de ser moderno sin orillar las particularidades de su cultura autóctona. Como el español Ricardo Bofill o el suizo Mario Botta, Ando se resistía en su trabajo a la homogeneidad contemporánea. Sin embargo, tras la terminación del Pabellón de Japón en la Expo Universal de Sevilla (1992) comenzó a construir cada vez más y a mayor escala en el extranjero, desde Texas (Museo de Arte Moderno en Fort Worth, 2002) a Shanghái (Poly Grand Theatre, 2016).
P. ¿En qué medida se le puede seguir considerando un arquitecto típicamente japonés?
R. Desde el momento en que construí el Pabellón de Sevilla y hasta la fecha he seguido afincado en Japón, pero no creo que ese sea mi principal atractivo ni que constituya mi personalidad. Yo soy quien soy.
P. En diversas ocasiones ha comentado su admiración por arquitectos modernos cuya obra parece trascender su propio tiempo y lugar, como el mexicano Luis Barragán o el estadounidense Louis I. Kahn. ¿Es su propia obra una respuesta a ese interés por lo intemporal?
R. Como ocurre con cualquier artefacto, llegará un día en que cualquier arquitectura se desvanezca, que sea destruida. Podría decirse que la historia de la arquitectura es una expresión del empeño humano por resistirse a este proceso. Si fuese posible, me gustaría crear una obra que perdure en la memoria, como lo hace un recuerdo –tal y como sucede en la arquitectura de Kahn y de Barragán–, antes que como una materia tangible o una forma. Para alcanzar este ideal trato de crear una arquitectura que sea como un lienzo en blanco, que se haya despojado minuciosamente de cualquier presencia.
La luz y el aire
P. ¿Cómo cambia ese enfoque cuando, como sucede en este museo de París o en el de la Punta della Dogana de Venecia, el aspecto patrimonial de los edificios en los que interviene es tan relevante?
R. Ese vacío al que aspiro no consiste en un cubo blanco del que se haya extraído cualquier individualidad, sino que se trata de un espacio capaz de aceptar cualidades muy diversas. Si la luz o el aire entran en ese ámbito, el espacio se imbuye de vida. Si un vacío se define mediante un muro de ladrillo que muestra las huellas del tiempo, ese elemento aportará una rica consciencia de su paso: del pasado al presente, y de ahí al futuro. Incluso cuando abordo la arquitectura dentro de un contexto histórico, mi aproximación conceptual es esencialmente la misma.
P. Se le considera un constructor muy minucioso; su arquitectura depende en gran medida de la experiencia física y de los matices. ¿Es algo en lo que pueda trabajar a distancia?
R. Por supuesto, una obra no es algo que un arquitecto pueda crear en solitario. Yo solamente me siento completo cuando me acompañan el cliente, que es el promotor, y el constructor, que es quien habrá de ejecutar la imagen que yo pueda tener en la cabeza. Para los arquitectos, el éxito o el fracaso de un proyecto depende de la medida en que podamos compartir el objetivo con este tipo de colaboradores. En el caso de la Bolsa del Comercio tuve la suerte de contar con el señor Pinault, quien, en ocasiones, piensa en la arquitectura en términos aún más sinceros que los propios arquitectos, así como con el mejor equipo que haya logrado reunir hasta la fecha. Esa distancia entre Japón y Francia nunca ha sido, por tanto, una fuente de frustración para mí.
P. Pese a que realiza obras de gran envergadura, nunca ha dejado de lado su interés por la escala doméstica. ¿Aún cree que su último proyecto será una casa?
R. Quizá. Ese sería mi deseo.