Imagen | Plaza de España: todo para el pueblo, pero por el pueblo

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Arquitectura

Plaza de España: todo para el pueblo, pero por el pueblo

Tras casi un lustro de trabajos, se ha abierto en Madrid la reforma, una intervención cargada de futuro, pero quizá sin la potencia necesaria para dejar huella en la memoria

24 noviembre, 2021 06:50
Enrique Encabo Inmaculada Maluenda

Tiene gracia. La inauguración de la nueva Plaza de España permite observar los efectos de la participación ciudadana en el diseño de la ciudad, justo en la frontera de la calle Bailén o, por emplear su primera denominación, la calle Nueba (sic), uno de los ejes más representativos del despotismo ilustrado de Carlos III: "Todo para el pueblo, pero sin el pueblo", ya saben. No es que sea exactamente eso, claro. Por ahí han pasado demasiadas cosas desde que el mejor alcalde de Madrid encomendase a Francesco Sabatini que le arreglase el Palacio y sus circunstancias, para levantar, sobre las huertas de Leganitos, el cuartel de San Gil, que a su vez se demolió hace algo más de un siglo y en cuyo delta desemboca, desde 1929, la Gran Vía. Verduras, sables y vicetiples: nada va según lo previsto en las ciudades. 

De ello pueden dar fe los ganadores del concurso de 2017, el equipo formado por Estudio Guadiana y la pareja Porras-Lacasta, coautores del celebrado Madrid Río y con el que esta actuación comparte algunos tics. Prometían un eje peatonal que sobrevolase la cuesta de San Vicente para conectar, sin interrupciones, el kilómetro que separa el Palacio y el templo de Debod. Se alzaron con la votación popular en dos rondas con un lema ad-hoc: Welcome Mother Nature, goodbye Mr. Ford. Venían a decirnos que cien años de automóvil en la capital llegaban hasta aquí, y que era el momento de que los ciudadanos y los árboles tomasen, al fin, la plaza, en una revolución de las abuelas, las sonrisas y los patinetes. Hay mucho empoderamiento ahí: la gente en Madrid te da su opinión sin que se la pidas, imagínense si les preguntan.

Vista de la reforma de la Plaza de España con el Senado al fondo. Foto: Igues Boneca

Es de suponer que ustedes conocen más o menos la plaza, sean gatos o no. Situada unos 300 metros al norte del Palacio Real, es una explanada feúcha de unas 4 hectáreas. Siempre ha estado rodeada de edificios dispares, simpáticos y con un punto castizoamericano en su esquina septentrional, como la Torre de Madrid y el Edificio España de mediados del siglo pasado, y más torpes cuanto más se acercan al presente. Qué contarles: la han visto por la tele, han sufrido sus vientos inclementes, les han robado la cartera o han escapado de su metro, del que emana gente "a borbotones, como si les bombeara la vida igual que la sangre de una arteria rota", que diría Andrés Trapiello. Lo que quizá no hayan hecho es pasearla, porque, a excepción de los otakus y los suaves acentos latinoamericanos que paraban por allí, los locales cruzábamos la Plaza de España camino a la selva: escalar hacia Callao, ir al cine de arte y ensayo, golfear en Leganitos. Algo que, dicen, está a punto de cambiar. 

A punto, porque tras casi 5 años y 70 millones de euros, todavía queda. Las sorpresas y los retrasos vinieron desde fuera, con la pandemia y la nieve, pero también desde dentro: el hallazgo de varios restos arqueológicos que obligaron a ajustar el proyecto. En el monumento a Cervantes aún hiede el abono, y el eje de la calle Bailén, que incorpora a este nuevo paseo los populares jardines de Sabatini —fruto de la demolición de las caballerizas reales, también del arquitecto—, sigue en obras. Son impaciencias menores que no esconden la virtud esencial de la intervención: sustituir los coches por las personas. La prolongación del túnel del Palacio Real hasta la embocadura de Ferraz abrirá para muchos la posibilidad de pasar la tarde en Plaza de España, y hasta se agradece que haya sitio para los niños, que suelen ser los primeros que salen por la puerta cuando entra la modernidad. También habrá muchos árboles, que se unirán a los que ya había: la propaganda promete un millar. Dado que aún hay zonas que son puro descampado, como el frente del Senado, se supone que son árboles a futuro. Acciones de árboles, para entendernos.

Tanto porvenir obliga a ser cautos, porque, cuando la fronda crezca en unos años, la impresión podría cambiar radicalmente. Pese a ello, sí puede afirmarse que el resultado apunta a desigual: las infraestructuras y las decisiones estratégicas resultan interesantes —aunque está por ver qué opinan los vecinos a los que les ha crecido un túnel en la puerta—, pero, vistos de cerca, sus pormenores adolecen de falta de contenido, en ausencia de un término mejor. Como un insospechado eco de su génesis, la nueva Plaza de España se pretende ecuménica y serena, sin deseos de imponerse en exceso, pero lo que parece, más bien, es que no tiene demasiado que decir.

Vista de la Plaza de España tras una reforma de cinco años. Foto: Igues Boneca

Quizá a los votantes les convenciese ese mandar tan poco, esa debilidad del orden, quién sabe. Si se exceptúa la gran explanada a levante que ha borrado las antiguas fuentes —desabrida tanto en los días de sol como en los de lluvia—, la actuación opta por fragmentarse en escenas de escala muy controlada: parterres cuyo borde pétreo invita a sentarse, senderitos, columpios… Uno a uno, son espacios agradables. Nada menos, pero tampoco más, y con un punto insustancial que quizá no sea la virtud más apropiada para una de las plazas principales de una ciudad. En algunos sitios, puede ser incluso positivo: los restos del frente del palacio de Godoy —la tercera pieza de Sabatini demolida, esta vez parcialmente: le hemos tratado fenomenal, a Sabatini—, se integran mediante una breve alteración de la topografía que no desentona en un quehacer tan discreto. Otras veces, no tanto. Es tal el empeño por no elevar la voz que el único edificio del conjunto, la joroba del futuro café de Cervantes, trata de no parecerlo en absoluto. Se pretende roca, pero recuerda, más bien, a un búnker, y en el gran árbol jibarizado que surge del aparcamiento subterráneo o en la sempiterna escalera de la calle Irún, que se ha quedado sin tratar, el tema tiene un poco de anticlímax.

"Así-asá, típico madrileño", "No hay por dónde cruzar, ¡todo para las bicis!". El primer día, los vecinos hacen siempre de vecinos. Abundan youtubers y reporteros que preguntan entre espasmos a los viandantes. Algunos dicen cosas sorprendentes: "No me suena de nada", espeta una señora asombrada delante de la estatua de Don Quijote y Sancho. Lleva ahí casi un siglo, cara a los Carabancheles. Otros contemplan con embeleso las farolas fernandinas que se han mantenido en el eje de la plaza de Oriente, a punto de darles un abrazo. Como buenos salvajes, se detienen en la cresta de olivos que le ha salido al paso elevado, o saltan los setos y se meten por el carril de los ciclistas, aún tolerantes por la novedad del asunto. Y hay quienes, sencillamente, se sientan. Es imposible no sentir simpatía por ellos. Esta algarabía constituye un buen recordatorio de que podemos consultar, planear, construir, demoler, plantar o enterrar, pero, a la hora de la verdad, nadie sabe mucho sobre nada. También que los madrileños, con todas sus puñetas, te celebran cualquier espacio, y eso no deja de ser algo extraordinario, porque a ver quién se aburre con semejante sainete. Y, en fin, probablemente pasarán las semanas y nada de esto importará demasiado si al final ese público, tuerza el morro o no, termina por hacerse con lo que queda. Veremos, que para algo lo hemos pagado.