2021 ha sido un año entre dos tiempos. Tantas cosas quedaron en el aire por la crisis del coronavirus que nos hemos tirado el curso decidiendo si hacer como si 2020 nunca hubiese existido o que 2022 llegase cuanto antes. Mucho pasado y mucho futuro, mientras que del presente –a fin de cuentas, donde vivimos– no se ocupa nadie. No sabemos si está, sólo que no se le espera. La puesta al día ha producido en el mundo de los museos algo muy similar a un atasco. Antes del verano le tocó el turno a los coleccionistas privados: en febrero abrió sus puertas la Fundación Helga de Alvear en Cáceres, de Tuñón arquitectos, y en el mayo de París, la Bourse de Commerce de Tadao Ando, mascarón de proa de la colección Pinault. La reentré fue para lo público: octubre descorchó, por fin, el Museo Munch de Oslo, obra del español estudio Herreros, y noviembre estrenó en Róterdam el Depot Boijmans, de los holandeses MVRDV.
Pero, quizá, el protagonista del año haya sido el británico David Chipperfield. La ampliación de la Kunsthaus de Zúrich demuestra su pericia para manejarse en los confortables territorios de Mitteleuropa, con tan buen gusto como presupuesto. Su otro museo de 2021 encierra una atractiva paradoja: al rehabilitar la Neue Nationalgalerie de Mies van der Rohe en Berlín se ha mostrado tan respetuoso con el maestro que a Chipperfield no se le ve por ningún lado. Es su éxito. A veces, ser arquitecto precisa de paciencia y pedagogía.
La Fundación Helga de Alvear, la Bourse de Commerce, el Munch, el Depot Boijmans… La puesta al día ha producido en el mundo de los museos algo muy similar a un atasco
Tanta discreción recuerda –en un registro más popular– al trabajo de los franceses Anne Lacaton y Jean-Philippe Vassal, ganadores de la última edición del Pritzker. En su ópera prima, la placita Léon Aucoc de Burdeos (1996), destinaron el presupuesto íntegro a mantener lo que ya había, para qué diseñar nada. En sus últimos trabajos han hecho algo aún más difícil, si cabe: remozar unos bloques de vivienda social en el extrarradio, eso que se desprecia sin preámbulos. La suya es una ética obstinada y visionaria; triunfar con ella y no a su pesar merece todos los honores.
El Premio Nacional de Arquitectura fue para Carme Pinós y la Bienal de Venecia, aplazada a este verano y con nutrida participación española, concedió su León de Oro a la trayectoria a Rafael Moneo, tan interesado en entender su propio trabajo fuera de cualquier tiempo. Se trata de una carta, la de la vigencia, que no han podido jugar otros dos estrenos tardíos: el pabellón de la Serpentine, a cargo de Counterspace, y el desfile de la Exposición Universal de Dubái 2020, con España representada por Amann-Cánovas-Maruri. Han pasado un tanto de puntillas, lo que no deja de tener sentido: se esperaba de ambos gran impacto, pero un año de retraso enfría cualquier excitación.
Las desapariciones de Richard Rogers, un dandy del futuro tecnológico, y de Dionisio Hernández-Gil, pionero de la restauración en España, han sido epílogo de un capítulo de pérdidas especialmente sensible. También en nuestro país, al fallecimiento en agosto de José Miguel de Prada Poole, un pionero que jamás quiso ser utópico, se sumó el último día de noviembre el de Oriol Bohigas, impulsor del éxito global de Barcelona con plazas duras y Juegos Olímpicos: realismo mágico y urbano. Al otro lado del Atlántico, en Brasil, nos dejaron Paulo Mendes da Rocha, quien con sus sombras de hormigón nunca se empeñó en otro espacio que el público, y el urbanista y político Jaime Lerner, el acupuntor de la ciudad: al mejorar el transporte para los más necesitados, quiso transformar el paisaje social de Latinoamérica.
“Sí que tengo donde vivir, lo que no tengo es una casa. No es lo mismo, ¿verdad?”. Las palabras de Fern (Frances McDormand) en la oscarizada película Nomadland planteaban una cuestión con enjundia: si habitar es un asunto de medios o de fines. Mientras aterriza el dinero de Europa, en ello seguimos.