Inmaculada Maluenda Enrique Encabo

A veces, tienta decir siempre, la mejor manera de comprender un edificio no es glosar su presente, sino su origen. Bien podría ser el caso de la Biblioteca Pública del Estado en Córdoba, que Ángela García de Paredes e Ignacio Pedrosa (1958) inaugurarán en este 2022. En su nombre están sus razones, los hilos que cosen el pasado y el futuro.

Público y estado

En España, las desamortizaciones del siglo XIX –la más famosa, la de Mendizábal (1835-1836)– expropiaron el patrimonio mueble e inmueble de diversas órdenes religiosas. Las obras de arte germinaron en los museos provinciales, mientras que los libros y legajos terminaron por conformar las bibliotecas. Destinadas en principio a un público universitario y erudito, fueron las ansias pedagógicas de la Segunda República las que las tornaron auténticamente populares.

El edificio se acoraza tras una celosía de aluminio. No cuesta relacionar su fisonomía con la historia de la ciudad

La llegada de la democracia obligó a pensar en cómo podía encarnarse el cuerpo político del gobierno a lo largo y ancho de nuestro territorio. Repartimos policía, por contentar a Hobbes, pero también cultura, con la creación de la red de bibliotecas públicas estatales: hay 53, una por provincia, más o menos. Algunas brotaron sobre las antiguas sedes y otras se crearon ex novo, por concurso.

Paredes Pedrosa ganaron, allá por 2007, dos seguidos: uno para Ceuta, que concluyeron en 2012, y este para Córdoba, que ha tardado 14 años en materializarse. Era una de las últimas que quedaban por modernizar. Su antigua sede, al lado de la Mezquita, funciona aún con papeletas de préstamo. Nada que ver con lo que viene: 7.000 m2 destinados a depósito, auditorio, biblioteca infantil y salas de estudio y lectura. De todo y, como dijo Vitruvio, “Ad comunem delectationem”, para el disfrute de todos.

Córdoba

No cuesta demasiado relacionar la fisonomía del edificio con la historia de la ciudad. El pasado inmediato vendría representado por el gran eje de la Avenida de América, fruto del soterramiento de las vías del AVE Madrid-Sevilla. A esa alineación de poniente y a su tráfago, la biblioteca responde con seriedad tonal, una pieza oblonga de 100 metros que se acoraza en sus dos plantas superiores tras una celosía de aluminio.

Detalle del interior de la biblioteca

Para el viandante, sin embargo, las cosas son más gentiles: ese velo se retira y la fachada se retrasa, transparente. Quien acepte la invitación, se encontrará con dos opciones: hacia arriba, un fuelle tenso y luminoso alberga las salas de lectura; y hacia abajo, aparece una planta por el desnivel de terreno y un anfiteatro exterior aprovecha la huella de un muro califal del siglo X, de cuando Córdoba fue la ciudad más grande del mundo.

Se haga lo que se haga, el resultado es el mismo: la biblioteca es un umbral que nos dirige hacia el verde, hacia el pasado de uno de los parques históricos de la urbe, los decimonónicos Jardines de la Agricultura. Al oeste de la masa abigarrada de la judería, son el resultado de la desaparición de las antiguas murallas, la cabeza de una serpiente verde que une, de sur a norte, el Guadalquivir con la línea del tren que enlazaba con Sevilla. Con el tiempo, a las inmediaciones de la Mezquita se han ido los turistas, y al parque, los cordobeses. Colocar el edificio ahí supone reconocer que la ciudad tiene, diez siglos después, otro centro.

Biblioteca, del griego biblion (libro) y thêke (armario): “el cofre donde se guardan los libros”. Literalmente, así eran. En Alejandría, unos nichos, que Estrabón no se molestó ni en describir. En Roma y Bizancio, unos muebles, como puede verse en los mosaicos del mausoleo de Gala Placidia, en Rávena (siglo V). Al pasar a los monasterios engordaron, del armarium a la estancia, pero aún seguimos recordándolas así: por los cofres llamamos a nuestras estanterías “mi biblioteca” y, por la vida monacal, sus arquitecturas han terminado por tener algo de claustros o salas capitulares.

La de Córdoba no puede ser ya, sin embargo, una de esas islas. Una biblioteca es, hoy por hoy, menos un almacén de libros que un servicio ciudadano, el sustituto del ágora en tiempos sin papiros. Muchas ni siquiera cierran. ¿Cómo separarlas del orbe?

Aquí, la ciudad nunca deja de estar presente, nunca se pierde de vista, y quien quiera sosiego, termina por encontrarlo entre las copas de los árboles, dejando pasar el mundo por debajo.

Paredes Pedrosa han entendido que la lectura es un viejo rito que comienza a construirse por la página y termina, con suerte, cambiando vidas. Simplemente han cambiado el escenario, como otros ya hicieron antes. Si se mira por las ventanas, unos metros más al sur se distinguen, entre la espesura, unos bancos de azulejo. Convocan un templete que hubo en su centro, una caseta de préstamo de libros que funcionó hasta la década de 1960: la biblioteca Séneca, el sabio local. Buen nombre.