Todo vuelve, hasta la piedra pómez. C. Tangana graba un videoclip en la Casa Carvajal de Somosaguas (1966) y Gwyneth Paltrow se abandona a los placeres de la Unité de Le Corbusier (1953) en Goop, su página de estilo. La palabra en boga es Brutalismo: rotundas moles de hormigón un tanto mugrientas y que, tras décadas de escenas de delincuencia urbana –de La Naranja Mecánica a Gomorra– han acabado en los suplementos de moda como artículo de lujo. Y no es que tal redención sea injusta, sino que simplifica el asunto un poco demasiado. El Brutalismo no es tanto un estilo retro o una exhibición de atrocidades —según a quién se le pregunte— como un intento sincero de arquitectura pertinente y humana. Eso creyó, al menos, quien puede considerarse su padrino: el historiador y crítico británico Peter Reyner Banham.
Tan capaz de glosar la historia del aire acondicionado como de apasionarse por Star Wars, Banham –quien habría cumplido 100 años el pasado 2 de marzo– fue un omnívoro cultural y un polemista certero. Acabó en Estados Unidos parapetado tras una barba formidable, aunque a principios de los cincuenta todavía era un erudito atildado que merodeaba por las ruinas londinenses del Blitz. La reconstrucción no iba por buen camino. Como demostraban los pabellones del Festival of Britain (1951), el establishment arquitectónico de las Islas había devaluado el Movimiento Moderno entre pastiches de la era espacial, cubiertas inclinadas de aires nórdicos o impersonales cajitas acristaladas. Banham, por supuesto, entendió que había que rebelarse.
Un edificio brutalista debía poseer una imagen memorable –que no necesariamente bella–, una estructura clara y materiales sin manipular
Hizo lo que hacen los críticos: olisquear el ambiente y apuntar al futuro. Para 'The New Brutalism', el artículo que publicó a finales de 1955 en The Architectural Review, escogió del presente el hormigón crudo (béton brut) de Le Corbusier o la inmediatez del Art Brut de Jean Dubuffet, y del porvenir las obras y proyectos de sus compinches juveniles en el Independent Group, Alison y Peter Smithson, cuyo apodo era –oh, casualidad– Bruto.
¿Y en qué consistía el Brutalismo? Según Banham, un edificio brutalista debía poseer una imagen memorable –que no necesariamente bella–, una estructura clara y materiales sin manipular. Aparentemente, todas esas ideas confluían en una obra de los Smithson: la Escuela de Educación Secundaria de Hunstanton (1954), “casi el único edificio moderno construido con los materiales con que parece estar construido”. Tales materiales eran ladrillo, vidrio y perfiles de acero laminado. Visto hoy, el grial se parecía mucho a Mies van Der Rohe, y algo menos a nuestros prejuicios: ni rastro de hormigón.
La radicalidad del Brutalismo y su economía de medios resultaron propicios para las aspiraciones sociales de la posguerra. Desde el punto de vista urbano, su rechazo a la simetría y la regularidad eran idóneos para erigir viviendas públicas de apreciable densidad e intrincados espacios peatonales, como las de Park Hill en Sheffield (1961). Pero como el libro de instrucciones era tan claro, cualquier arquitecto que respetase ese canon material quedó metido en el saco. Así les sucedió, pese a sus protestas, a los jóvenes James Stirling y James Gowan con sus casas en Ham Common, al sur de Londres (1958), e incluso a un arquitecto maduro como Denys Lasdun, a quien todo este asunto no le podía pillar más lejos y que llegó a ver así catalogados sus dúplex en Bethnal Green (1960) o sus muy pijos apartamentos en el St James’ Park londinense (1961).
Convertido en lenguaje, el Brutalismo se propagó por todo el mundo en manos de arquitectos de primera categoría, caso de Kenzo Tange en Japón, Vittoriano Viganò en Italia, Paul Rudolph en Estados Unidos o João Vilanova Artigas en Brasil, e incluso tuvo su propia interpretación tras el Telón de Acero. En España, por cada joven atrevido como Luis Peña Ganchegui en su Torre de Zarauz (1958) había un veterano: Fisac y sus laboratorios MADE (Madrid, 1962), Álvarez Castelao en la Facultad de Geológicas (Oviedo, 1969), Moreno Barberá en la Universidad Laboral de Cheste (Valencia, 1969) o Saenz de Oíza en Torres Blancas (Madrid, 1968) se aproximaron a esa libertad material sin demasiado interés por la teoría.
En 1966, 11 años después del pistoletazo inicial, Banham publicó un epílogo en forma de libro, The New Brutalism: Ethic or Aesthetic?. Al ethos brutalista no le fue del todo bien, la verdad. A finales de los 1970, el abandono de las administraciones y la trapacería de los constructores, encantados con el ahorro en revestimientos, malograron la apuesta social y pusieron a esta corriente bajo sospecha. El pathos de su imagen, sin embargo, ganó inesperadamente la partida. Otro historiador británico, William J.R. Curtis, sintetizó así sus reglas: “expresión directa de los materiales, acentuación de las torres de instalaciones, superposición de geometrías en planta y entrelazamiento de los espacios en sección”. Leídas en abstracto, esas cualidades podrían referirse, también, a las obras primerizas de Rogers, Foster o Piano, desde el Pompidou de París a la Lloyd’s de Londres. Y no es de extrañar, porque esos rebeldes brutalistas alumbraron descendencia: los pioneros del High tech.
Los 4 edificios clave
Escuela Secundaria de Hunstanton, Norwich, 1954. Primera obra identificada como brutalista. Ladrillo, vidrio y acero laminado orquestados por los Smithson.
Unité de Marsella, 1954. Fue la solución de Le Corbusier a los problemas habitacionales de la posguerra: una vivienda colectiva hecha con hormigón.
Viviendas en Park Hill, Sheffield, 1961. Otro hito de la vivienda colectiva que combina entre sus casi 1.000 apartamentos distintas tipologías y calles en el aire.
FAU São Paulo, 1969. Un espacio pensado por João Vilanova Artigas para convivir, sin puertas ni obstáculos. 6 niveles unidos por un sistema de rampas.