Luis Landero (Alburquerque, 1948) ha forjado desde los inicios de su obra un tipo de personaje del todo suyo, alguien que afronta la vida impulsado por un "afán" quimérico. En sus fábulas, una cervantina mirada de piedad emocional y moral redime el fracaso del protagonista. Dio, sin embargo, un fuerte giro a esa postura en su última novela, Lluvia fina, que se saldaba con una visión del mundo sombría. Ese apurar el fondo negativo de nuestra naturaleza debió de dejarle fatigado y se tomó unas vacaciones en su siguiente libro, El huerto de Emerson, aunque esta mezcla de recuerdos y reflexiones literarias tenga el interés esperable en un escritor siempre valioso. Digo, emulando a Umbral, lo de vacaciones porque tras este reposo del guerrero vuelve con brío a su mundo de seres atribulados en Una historia ridícula. Aquí, sin reparar en medios para cromar con humor la tragedia, se lanza a tumba abierta por la pendiente de contar un lance tan raro que resulta estrafalario.
En su núcleo fundamental, Una historia ridícula refiere una historia de amor imposible por las diferencias entre los amantes, personas muy desiguales. Él, Marcial, encarna a un farsante, simple matarife aupado a jefe de planta en un matadero industrial, que presume de autodidacta y se envanece de sus cualidades (originales ideas filosóficas, oratoria virtuosa y riqueza léxica). Ella, Pepita, pertenece a una clase superior y se mueve en un medio refinado. Marcial despliega las artes de la seducción y los engañosos vínculos establecidos con Pepita desembocan en la dramática mascarada previsible.
La escueta y esperpéntica peripecia sentimental se enmarca en un informe que Marcial envía a quien se lo ha exigido, un doctor Gómez, equivalente obvio al "vuesa merced" del Lazarillo, y con el que también interpela a los lectores del libro. El recurso clásico permite que varios asuntos se enhebren en el principal y la estrafalaria aventura se amplía para cobijar otros motivos. De forma destacada dos, la etiología del odio y la venganza. La mente trastornada del personaje justifica las opiniones extremas que sostiene acerca de estos impulsos –por ejemplo, que producen placer supremo–, pero debajo late una inquietante reflexión sobre nuestra naturaleza. La tendencia a las digresiones de Marcial facilita más observaciones, literarias y sociales, que conforman una madeja de propuestas bien controlada por un narrador que saca partido al juego de ir y venir entre los diversos sucesos de su patética confesión.
Avanza la historia con un nutrido arsenal de "filosofías" y mantiene viva la atención del lector con insistentes anuncios que añaden suspense acerca de un acontecimiento catastrófico. Todo ello se va mostrando de manera inseparable de una permanente cualidad de Landero, su gusto por contar historias, sin temor a referir desvaríos y tensar la cuerda de la verosimilitud ni a que su relato resulte un intencionado engendro. Pero siempre se vuelve a la realidad corriente. El difícil equilibrio entre lo común y el disparate tiene correspondencia simétrica en el juego de pensamientos sabios y estrambóticos de Marcial.
La peripecia concluye en una escena por entero quijotesca. Marcial diserta ante el auditorio expectante no de una venta o un palacio sino de una sofisticada tertulia familiar. La confrontación con los malintencionados oyentes finaliza en tragedia grotesca. Héroe alucinado, asume el fracaso de su impostura. Pero Landero no lo zahiere del todo. Escritor moral, invita a la compasión en esta turbadora historia con la cual añade un nuevo jalón a su peculiar cartografía de desazones del alma.