Tan previsible que ya parecía improbable, el Pritzker se ha decidido, al fin, por el británico David Chipperfield (Londres, 1953). Desde un punto de vista disciplinar caben pocas dudas, por mucho que las inquietudes ecuménicas del premio, que llevaron a escoger la arquitectura social de Kéré, Lacaton & Vassal, Doshi o Aravena, parezcan soslayarse en esta elección que, no nos engañemos, tiene sus mejores trabajos en los territorios del lujo.
Su medio siglo de trayectoria confirma ambos extremos, calidad y sibaritismo. Cual ruta del arquitecto esforzado, empieza en una tienda para concluir, de momento, en el museo, aunque dista de ser ingenuo; la tienda fue para Issey Miyake (Londres, 1985) y museo debería ir en mayúscula y plural, porque cuesta llevar la cuenta de las ciudades y continentes: Essen, Berlín y Zúrich en Europa, St Louis y Ciudad de México en América, Shanghái en Asia y hasta su Londres natal —con el que le une relación de amor y odio—, sólo por señalar los de la última década.
Educado en la Architectural Association y antiguo empleado de Richard Rogers, primero, y de Norman Foster, después, Chipperfield empezó como joven radical en el Marylebone de mediados de los 1980. En compañía de su socio Ken Armstrong construyó esa primera boutique. De inmediato se separaron, y a Chipperfield, que había hecho una tienda en Londres para un modisto japonés, no le hicieron ni caso en su propia ciudad, sino que le empezaron a llamar de Japón. Todo normal.
Como dice el crítico Deyan Sudjic, el local de Miyake tenía algo de profecía autocumplida. Sus superficies de materiales nobles y las anchas tablas de madera del suelo manifestaban que no hacía falta más para crear un espacio agradable, y permitían aventurar la limpieza de un currículum que, si bien tuvo su arranque con breves coqueteos minimalistas, malgré lui —tiendas de firma en París (Equipment, 1986), Tokio o Kioto (Miyake, 1986)—, pronto evolucionó hacia un entendimiento de la modernidad más sereno que dogmático.
Por mucho que su idea de la arquitectura fuese clara, la vida tenía otras prioridades. Al igual que tantos de sus contemporáneos, Chipperfield se desarrolló a escala internacional, fuera de su propio país, pero lo hizo a contramano, echándose a un lado, sin recurrir al virtuosismo formal tan característicos del fin de milenio. El mismo año de 1997 en que remató su museo fluvial de Henley-on-Thames, una de sus escasas obras británicas en esta época, empezó su paciente rescate del Neues Museum en Berlín. El proyecto recuperaba un edificio abandonado tras la Segunda Guerra Mundial mediante una recomposición material más inteligente y sofisticada que aparente. Tardó una década en concluirse y le valió el Premio Mies van der Rohe de 2011.
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Poco podría sospechar entonces que, tras abrir oficina en esta ciudad (2007) y completar nuevas obras en la ribera del Spree —caso de la moderna esquina de Am Kupfegraben (2007) o la James Simon Gallery (2019)—, terminaría por recuperar en 2021 la Neue Nationalgarie de, casualidad, Mies. Como el maestro alemán, resulta imposible saber si Chipperfield es un moderno con querencias clasicistas o, por el contrario, un arquitecto clásico que ha encontrado acomodo en la contemporaneidad.
La experiencia alemana ayudó a Chipperfield a cruzar de vuelta el Canal de la Mancha. En Londres, alternó los ya habituales encargos del mundo del arte, como el estudio para el escultor Anthony Gormley (2003) o sus reformas en la Royal Academy (desde 2013), con sencillos volúmenes que se presentaban en forma de apilamiento de arquitrabes y gruesas columnas cilíndricas, según aparecen en las oficinas en One Pancras Square (2013) o las viviendas De Vere Gardens (2014).
A la vista de los ejemplos previos o de las agrupaciones de prismas elementales de sus galerías en Wakefield y Margate (2003 y 2006), en las que únicamente parece cambiar el acabado, podría pensarse que Chipperfield ha caído en el callejón sin salida del estilo, a lo que ayuda, no poco, un gusto burgués por los materiales sólidos, refinados. Sería subestimar a un arquitecto versátil, que también sabe ser protagonista cuando el proyecto lo requiere. Basta comparar el aparente conservadurismo de estas piezas con su sede para la compañía de cosmética coreana Amorepacific en Seúl (2017), una monumental masa horadada con un gran patio interior y que deja en segundo plano la minuciosa suma de elementos.
Encargos en España
Un punto académica, siempre disciplinar y con una evidente deriva urbana —sus edificios irrumpen como pocos en la ciudad—, la llamada al orden de Chipperfield ha triunfado por todo el planeta. A los de Londres y Berlín, se han sumado estudios en Shanghái y Milán, y raro es el curso en el que no surgen noticias de nuevas realizaciones: en 2022, las Procuradurías de la Plaza de San Marcos, en Venecia, o la antigua prefectura de París.
A la espera del futuro espacio Pereda en Santander, los encargos en España abarcan desde viviendas sociales en Madrid (con José María Fernández-Isla, 2004) al edificio Veles i Vents en Valencia o la adusta —de nuevo, prismas que alteran su acabado— Ciudad de la Justicia en Barcelona (ambos con Fermín Vázquez/b720, 2006 y 2008).
Sin embargo, la relación de Chipperfield con nuestro país quizá sea más íntima que profesional, lo que matiza, en cierta medida, su condición de arquitecto para las élites. En los últimos años, ha puesto en marcha la Fundación RIA (Red de Innovación de Arosa), centrada en preservar y mejorar las condiciones productivas y ecológicas de un territorio que Chipperfield siente en primera persona, hasta el punto de abrir, el pasado 2022, su quinto estudio, en Santiago de Compostela, una capital alejada de los grandes centros que le son propios. No es para menos: su casa en el pueblo de Corrubedo data de 1996, aunque su relación empezó mucho antes, según relató a El Cultural:
—Conocí al arquitecto Manuel Gallego en Milán hace aproximadamente 30 años. Evelyn, mi mujer, y yo acabábamos de tener otro hijo —ya eran tres— y nos dimos cuenta de que las vacaciones familiares iban a complicarse. Manolo nos encontró un pequeño apartamento. Tenía un solo baño, sábanas de nailon y una decoración muy gallega. La primera noche, al llegar, mi mujer estaba horrorizada. Al día siguiente, al ver todo con más calma, nos dijimos: "Tenemos que volver, pero no aquí". Lo que pasa es que, como en Corrubedo no había turistas, tampoco había más apartamentos, así que no nos quedó otra que repetir. Cinco años así. Pasado ese tiempo, tuvimos la suerte de encontrar un lugar mucho mejor: la casa de Gloria García Lorca que había construido su marido, el arquitecto Tanis [Estanislao] Pérez Pita. Eso nos convenció para regresar. Compramos este solar e hicimos nuestra casa. Desde entonces, hemos venido todos los años.
Allí pasó la pandemia. No es extraño verle pasar por el bar del puerto, que ayudó a recuperar.