Courbet, pintor de lo concreto
Courbet
22 noviembre, 2007 01:00Desesperado, 1843-45.
En un pequeño cuadro: El borde del mar en Palavas, de 1854, un hombre solo frente al mar levanta su sombrero, como saludando hacia la línea imaginaria en la que se unen las aguas y el cielo. Ese pequeño cuadro, excelente en su articulación conceptual y cromática en tres planos: tierra, mar y cielo - marrones, verdes, azules, puede servir como síntesis de toda la trayectoria artística de Gustave Courbet (1819-1877), gran pintor de la modernidad algo desatendido en las últimas décadas, y de quien se presenta una gran exposición en París, que viajará después a Nueva York.La pequeñez del hombre que saluda frente a la inmensidad de la naturaleza nos remite a la sensibilidad romántica, a la experiencia de lo sublime y, muy en concreto, a la obra de Caspar David Friedrich. Pero en la pintura de Courbet hay un rasgo diferencial de gran importancia: el hombre que saluda lleva un traje urbano y un bastón, una indumentaria ciudadana: es el encuentro de un hombre moderno con la naturaleza.
Nacido en un medio rural, en una pequeña comunidad del este de Francia: Ornans, Courbet había ya escrito a sus padres en 1841, durante un viaje a Normandía: "Hemos visto por fin el mar, el mar sin horizonte (lo que resulta raro para un habitante del pequeño valle)". El cuadro del que les hablo fue realizado trece años después, en 1854, durante una estancia del pintor en el Languedoc, pero esas palabras en las que daba noticia de su encuentro con el mar se aplican perfectamente a la búsqueda de la transgresión del límite: en este caso, el mar sin horizonte, a la que Courbet se aplicó con tesón a lo largo de toda su vida.
Articulada en ocho secciones, y situando en su inicio los autorretratos de juventud que, con su búsqueda exaltada de una fijación intensa del yo como artista suponen todo un descubrimiento, la exposición nos permite pasar del contexto rural de sus raíces a las grandes obras-manifiesto del realismo, los paisajes, la experiencia de la vida moderna en diálogo con el impresionismo entonces naciente, el erotismo, o la caza, para cerrarse en una especie de suspensión silenciosa al término de la vida de Courbet, que acabaría pagando con la cárcel y el exilio su compromiso revolucionario con la Comuna de París. De hecho, en una exposición modélica en su concepción y desarrollo, los grandes cuadros sobre caza, en los años anteriores al final, constituyen una especie de anticlímax respecto a las obras extraordinarias que se ofrecen a nuestros ojos.
Si la filiación romántica de Courbet se hace también evidente en los interesantes autorretratos de su primera etapa, entre los que destaca El Desesperado (1844-1845), elegido como imagen de la exposición, su calidad pictórica se hace patente en los magníficos retratos que nos desvelan los ambientes íntimos de la pequeña burguesía rural de donde procede. Pero Courbet aspiraba a más. Habiéndose instalado en París con tan sólo veinte años, participó en los ambientes literarios y artísticos de la época, relacionándose entre otros con Baudelaire, a quien retrataría.
Es entonces cuando Courbet desarrolla una concepción de la pintura en ruptura abierta con las temáticas mitológicas e históricas, predominantes en aquellos años, y que se plasmaría de modo particular en las que hoy se consideran sus dos grandes obras-manifiesto: Un entierro en Ornans (1849-1850) y El taller del pintor (1855). Lo único similar a otras pinturas del momento es el gran tamaño de ambos cuadros: en lugar de seres o figuras imaginarias, o distantes en el tiempo, Courbet pinta en un caso a los personajes reales presentes en un entierro, y en el otro sintetiza, en lo que él mismo denominó una alegoría real, siete años de su trabajo como artista: el pintor pintando la naturaleza, la modelo, escritores, intelectuales y amigos, todos presentes en su taller.
La gran ruptura de Courbet implicaba una voluntad de acercamiento del arte a la vida, a lo concreto, en la que la utilización de la fotografía resulta decisiva, según puede verse en la muestra. Como él mismo escribió: "La pintura es un arte esencialmente concreto, no puede consistir más que en la representación de las cosas reales y existentes. Es una lengua completamente física, que tiene como palabras a todos los objetos visibles". Lejos de ser aceptados, sus planteamientos suscitaron un intenso rechazo. Situado al margen de las pautas dominantes, Courbet supo reaccionar para buscar el apoyo del público, y así, cuando en 1855 sus obras fueron rechazadas en la Exposición Universal, organizó una exposición privada de las mismas, en la que cobraba la entrada.
Más allá de esa reorientación de la pintura hacia la vida, hacia lo concreto, la gran importancia de Courbet, como por primera vez permite ver esta magnífica exposición, reside en su forma de representar la naturaleza y los cuerpos desnudos de las mujeres. En realidad, ambas cuestiones se funden en sus pinturas. La naturaleza resulta erotizada: bosques, arroyos, grutas, el mar, las olas… tienen una fuerza interior, misteriosa, cargada siempre de sensualidad. Y los cuerpos femeninos son carnalidad pura, alejada de cualquier espiritualización, naturaleza erótica en su grado más intenso, como puede apreciarse en uno de los grandes iconos, durante muchos años secreto, del arte moderno: El origen del mundo (1866).
Tras el impacto que producen esas obras, que conectan directamente con nuestra sensibilidad, las grandes pinturas dedicadas a la caza nos resultan lejanas, distantes. Aunque al final de la muestra, los dibujos en los que Courbet se retrata a sí mismo en la cárcel, y en particular el óleo en el que lo vemos con su pipa junto a la ventana con rejas, nos permiten cerrar el círculo de sentido con los autorretratos de la primera época. Courbet, el pintor, observador ensimismado de lo concreto, testigo de su tiempo.