Vista de la exposición. En primer plano LA DS, 1993

Tate Modern. Bankside. Londres. Hasta el 25 de abril.

La Tate Modern de Londres triunfa estos días con una gran retrospectiva de Gabriel Orozco diseñada por el MoMA de Nueva York y que ha pasado ya por el George Pompidou de París. El crítico británico Adrian Searle hace un repaso por la muestra y su trayectoria.

Unas tiras blancas de papel higiénico revolotean desde unos rollos situados sobre las aspas de un ventilador de techo. El papel desplegado nada en el aire. La primera vez que vi Ventilador, una obra de 1997 del artista mexicano Gabriel Orozco (1962), fue el año pasado en París. Allí, las tres tiras de papel dibujaban una hélice que giraba en el espacio, agitándose sin cesar bajo el aparato. La pieza, simple, natural, elegante y rayana casi en la sandez, es representativa del mejor Orozco. Pero en la muestra del artista en Tate Modern, los rollos son sólo dos, el ventilador gira a gran velocidad y el papel se retuerce en su revoloteo bajo las hojas, como dos peces piloto que se hubieran vuelto locos; quizás como dos cometas.



Ya está bien de papel higiénico, que al final, no es más que un material. El material para crear arte está por todas partes: etiquetas desprendiéndose de botellas de cerveza húmedas, troncos de árbol podridos, latas oxidadas, un balón de fútbol reventado, con agua de lluvia estancada en su desinflada oquedad… El mundo está lleno de cosas y a veces no se trata más que de reparar en ellas. Y los artistas miran, tanto como piensan o hacen. O más bien, ven cosas que a los demás se nos escapan o a las que apenas prestamos atención. Por ello, al dejar la exposición, el mundo nos puede parecer como en tensión, con cada cosa recordándonos ese arte que acabamos de contemplar. Empezamos -nosotros también- a notar cosas. Y esa es una de las recompensas del arte: esa sensibilidad compartida.



Orozco lleva exponiendo en Gran Bretaña con regularidad desde comienzos de los años noventa. La muestra que en estos momentos se exhibe en la Tate se originó en el MoMA de Nueva York, donde tuve ocasión de contemplarla hace un año. Ahí, la sensación era de que el museo la había momificado. Sin embargo, con su traslado a la segunda planta del Centro George Pompidou el pasado otoño, la exposición resucitó. En París, las obras se exhibieron en una única gran sala, con dos falsos tabiques suprimidos para ofrecer una perspectiva abierta al exterior, a la calle. Orozco funciona bien con la evocación al ajetreo cotidiano y a toda esa cacofónica poesía visual que nos envuelve, un aspecto que en ningún lugar es más visible que en sus fotografías: agua de lluvia anegando una techumbre plana, reflejando el firmamento y unos árboles boca abajo; una alcachofa de ducha cubierta de cal que nos hace pensar en una luna llena repleta de cráteres; un polluelo espiado en su nido entre el follaje, con el título Big Bang.



Cada vez que veo una exposición de Orozco encuentro algo nuevo, aunque sea viejo. La muestra del Pompidou se parecía más a un laboratorio que a una exposición, y las obras a gestos y experimentos, muchas de ellas exhibidas sobre grandes mesas en medio de la sala, junto a su Citroën DS cortado longitudinalmente y reensamblado para parecerse a un coche de carreras monoplaza, o a una cabina de ascensor a la que se puede acceder pero que, con su altura menguada, nos hace sentir comprimidos por la gravedad, como en un inacabable descenso, una sensación parecida a la que tenemos al poner el pie en una escalera mecánica averiada. En la Tate Modern nos reincorporamos al territorio del Gran Arte, aunque lo que el artista nos muestre sea el enorme bulto de plastilina que en una ocasión hiciera rodar por las calles de Nueva York, acumulando porquería en su superficie grasienta y recogiendo huellas de rejillas y losetas; o esa caja de zapatos vacía, abandonada en medio del suelo: un contenedor de nada. El suelo de una de las salas está cubierto de jirones de neumáticos, deshilachados como puntas de cuerdas, curvándose, ovillándose, manchados como monstruosas pieles de reptil, encharcados con el aluminio fundido de las ruedas. Orozco pone orden en el desecho.



En otra sala, de unas cuerdas de tender cuelga la típica pelusa que dejan las secadoras de ropa. Gris, a veces transparente, esa borra es a la vez delicada y repelente: llena de pelos, de piel desprendida, de fibras impregnadas de ADN, colgando como los ecos abyectos de un desollamiento. En otra estancia, unas láminas de papel japonés reproducen titulares de notas necrológicas: "Un cómico célebre por sus parodias poco ortodoxas… El campeón de tiro con arco que disparó por Errol Flynn... Filósofo, escritor y amigo de papas...". Docenas de textos hablando de vidas encapsuladas, banalizadas, cómica y dolorosamente condensadas. Pero, ¿qué dirá el obituario de Orozco? ¿Y el nuestro, el día que llegue? -que llegará-. La obra más conocida del artista es, seguramente, una calavera totalmente estampada con la cuadrícula de un damero, mil veces mejor que esa otra engastada de refulgentes diamantes de Damien Hirst. Hay algo amoroso en cómo los cuadros del tablero decoran el interior de las cavidades oculares curvándose sobre su superficie, cartografiando el cráneo, como una mente encontrando su contenedor.



Orozco realiza también pinturas al temple y con pan de oro, y sobre unos pedazos doblados y desdoblados de papel, como unas manchas de Rorschach que recuerdan cuerpos, siluetas, fragmentos de letras. Hay también cabezas, torsos y pelvis de cerámica negra, impregnados con las huellas de las manos del artista, y unos delicados dibujos de grafito sobre yeso de unas gradaciones tonales y un trazo que transmiten a la vez certezas e interrogantes y que te dejan con ganas de más.



En una sala, los visitantes pueden jugar al billar en una mesa oval sin troneras, con dos bolas blancas y una única bola roja suspendida sobre el paño verde. Una partida fútil de imposible final. Los juegos -jugar- son importantes para Orozco. El juego es un desafío a la muerte que al mismo tiempo nos prepara para ella. Pensemos en las canciones infantiles y en los juegos de infancia: siempre hay alguien que muere. Una forma de arcilla, estrujada en las manos ahuecadas del artista, descansa en un pedestal acompañada de una fotografía en la que Orozco abre las manos revelando la forma arcillosa. Se parece muchísimo a un corazón humano.