Image: Un mundo desolador

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Arte internacional

Un mundo desolador

56ª Bienal de Venecia 2015

22 mayo, 2015 02:00

Obras de Georg Baselitz en la Bienal de Venecia

Hasta el 22 de noviembre puede verse la 56ª edición de la Bienal de Venecia, cuya exposición central, Todos los futuros del mundo, que firma el comisario Okwui Enwezor, se recordará por huir de la farándula y el ruido, y por su poso oscuro y desalentador. Una exposición que no deja nada al azar y que ataca a la línea de flotación del mainstream.

Tras el paréntesis de Massimiliano Gioni en la edición de 2013, la Bienal de Venecia baja de nuevo al albero de lo real en la muestra oficial que ha diseñado el nigeriano Okwui Enwezor. La exposición se titula Todos los futuros del mundo, y como ha afirmado infatigablemente su comisario, trata de vislumbrar lo que está por venir desde la revisión de nuestra historia. Ha citado con reiteración a Marx y a Benjamin, y ha desplegado un amplio abanico de densas disquisiciones en torno al resquebrajamiento de las sociedades contemporáneas motivado por la deriva calamitosa del capitalismo. Nada nuevo, se dirán, pero sobre el lugar su plan funciona, porque, en términos generales, la exposición es tan poco amable como los cimientos conceptuales que la sustentan. Otra cosa es que estos cimientos no gusten, que resulten difíciles de digerir para muchos, pero su montaje, denostado hasta el hartazgo, está planeado al milímetro y todo indica que esta es la exposición que Enwezor quería hacer.Es oscura cuando no pavorosa, y uno no sabe bien a qué futuro atenerse desde el catálogo inclemente de penosos presentes que aquí se ofrece. El futuro se encuentra más allá de lo que todo sentimiento utópico pueda alcanzar, pues vive atrapado en la entelequia. He leído a un crítico británico decir que en la Bienal había visto el futuro y que no tenía ninguna intención de visitarlo. Yo ni siquiera lo he visto.

Enwezor ha realizado muchas exposiciones de relieve, pero no le recuerdo una tan desalentadora como esta. Hace tres años organizó la Triennale de París en los renovados espacios del Palais de Tokyo bajo el título Intense Proximity. Era, como esta, monumental e inmanejable, y ponía el acento en la cualidad híbrida e incierta de nuestro tiempo, pero al lado de esta muestra veneciana, aquella parecía un manso y reconfortante joie de vivre. No parece que Enwezor haya venido a la Laguna a complacer a nadie.

La exposición es tan poco amable como los cimientos conceptuales que la sustentan. Desalentadora

La exposición oficial de la Bienal de Venecia se divide, como en cada edición, entre el Pabellón Central de los Giardini y la Corderie del Arsenale. En la entrada del primero, unas telas negras de Oscar Murillo cuelgan del entablamento como cortinas roídas que pretendieran entorpecer el paso. Sobre ellas, un neón de Glenn Ligon reza "BluesBloodBruise" (blues/sangre/moratón). Está montado de tal modo que cubre el logotipo de La Biennale, y arranca así el ejercicio de negación y reescritura al que con tanta frecuencia hemos visto a la Historia plegarse.

Ya dentro, Enwezor ha planteado una significativa transformación espacial con un falso muro que impide la entrada directa a la rotonda central. En este nuevo espacio se concentran trabajos de ese artista extraordinario que fue el italiano Fabio Mauri, autor de una obra que nos habla de la indiferencia de la Historia ante la barbarie humana y de la facilidad con la que asume sus recurrentes atrocidades. Tocó muchos palos Mauri, conoció el fascismo y fue amigo de Pasolini, y sus obras de la serie The End nos emplazan a un final que se dilata eternamente. Inscritas en el ambiente de provisionalidad que desprende este espacio inicial, la tensión que producen es notable.

A partir de aquí se sucede un conjunto de trabajos en una instalación algo atropellada. Estamos en el lado izquierdo del pabellón, donde hay trabajos de Robert Smithson cifrados, ya sabemos, en la colisión entre temporalidad y naturaleza y en una lectura crítica de la historia. Vemos aquí su legendario Dead Tree, de 1969, que conecta mejor con la joven peruana Elena Damiani en la sala contigua que con Runo Lagomarsino y Daniel Boyd en su mismo espacio (de hecho, este árbol muerto hubiera funcionado mejor en solitario, por más que Enwezor haya podido ver en las alusiones al periodo colonial australiano de Boyd un contrapunto a la cadencia entrópica de Smithson). Boyd, que también está en el Arsenale, es uno de los pocos artistas nacidos después de 1980. El comisario nigeriano no ha creído conveniente buscar alternativas al futuro en la obra de los artistas jóvenes, y creo que ahí se ha equivocado. Tal vez el arte más joven no esté tan pendiente de las lecturas exhaustivas que ya se han hecho del pensamiento de Marx, pero sí podría haber aportado una mirada fresca a ese cuerpo teórico más acorde con nuestro tiempo. En este sentido, deja un sabor amargo esta Bienal, que adolece de cierta obsolescencia.

Pronto nos adentramos en la Arena, en una escenografía de David Adjaye en la que se leerá Das Kapital durante la duración de toda la Bienal (es un montaje dirigido por de Isaac Julien) y que acogerá eventos y actuaciones de las disciplinas más dispares. Esta Arena se encuentra en la rotonda central, el lugar en el que, los directores artísticos dejan su huella (aquí estaban los tintorettos de Bice Curiger que en 2011 reivindicaban la luz como componente esencial de toda creación). Enwezor nunca ha sido partidario de sublimar las artes visuales por encima de otras prácticas. Lo demostró en The Short Century, en el PS1 en 2002, en una exposición que integraba a dramaturgos, arquitectos, cineastas, artistas visuales y otros creadores en un proyecto en torno a la emancipación de la herencia colonial. Para tener una visión total de la Arena se ha de subir al piso superior y atravesar el Jardín de Invierno de Marcel Broodthaers. Funciona muy bien como umbral para la disolución de las jerarquías artísticas.

Performance de Theaster Gates

En el ala derecha se despliega el grueso de la exposición. Es una zona más ordenada, con una mezcla de figuras históricas y otras no tan consagradas. La presencia de la generación de artistas nacida a partir de 1980 es prácticamente testimonial en toda la Bienal. Hay aquí mucha pintura, con obras potentes de Ellen Gallagher o Kerry James Marshall. La inquietante y siempre poderosa pintura del rumano Victor Man suele funcionar muy bien en espacios abyectos como el que le han dado aquí, pero su presentación es más bien discreta.

Nos lo quitarán todo

Me gusta la reactualización que Enwezor hace de algunos de estos artistas históricos. ¿No encontrarían su eco los movimientos de participación colectiva de nuestro tiempo e incluso el debate en torno a la privacidad o la intimidad en las encuestas de finales de los 60 de Hans Haacke? ¿No resuena el célebre "Nos lo quitarán todo" de Adrian Piper como un llanto a la fragilidad de una sociedad corrupta y despiadada? En el centro de la sala de Haacke puede verse su bellísima Blue Sail, la tela azul que ondea animada por un ventilador. Es un canto a la libertad del individuo en nuestras sociedades emponzoñadas y hay en ella, si bien de un modo formal, una clara referencia al mar que entronca con un soberbio trabajo, Vertigo, de John Akomfrah, un cineasta superlativo. Juntos, Haacke y Akomfrah me hacen echar de menos a artistas como Allan Sekula o el colectivo indio CAMP, cuyas ausencias son difíciles de explicar a la luz de la trayectoria y el discurso de Enwezor. Seguro que habrían aportado mucho más a la exposición que la muy decepcionante sala de Andreas Gursky, tal vez el peor espacio del pabellón.

En el Arsenale, los cuchillos y la muerte de Adel Abdessemed y Bruce Nauman anuncian en un arranque escalofriante la crudeza que Enwezor quiere imponer. La siguiente sala es un verdadero elogio del escorzo y la arritmia. Las piezas de Monica Bonvicini, siniestras e hiperbólicas; las de Melvin Edwards, extraordinarias, o la música hecha forma de Terry Adkins no resultan menos amenazadoras que los machetes de Abdessemed: aguantan la mirada a cualquiera. Pronto asumimos que esta Bienal no está hecha para satisfacer el gusto occidental, pues está más bien diseñada para ahondar en su culpa.

Obras de Bathélémy Toguo

Aunque en ocasiones parezcan aflorar las supuestas concesiones al mercado que el comisario ha querido siempre negar, la exposición quiere atacar la línea de flotación del mainstream, y eso, desde luego, lo consigue. En este sentido, es interesante comparar la pieza con la que la joven inglesa Helen Marten participó en la Bienal de Massimiliano Gioni de 2013 (un vídeo y material escultórico que evocaba la ingenuidad de un jardín de infancia) con la atmósfera de fricción que desprende la barricada de objetos que hoy dispone en el Arsenale. Hay unos trabajos estupendos de Abu Bakarr Mansaray que se tensan entre la realidad y la ficción, entre el trauma de la experiencia y sus no menos desalentadoras premoniciones. De un lado están los relativos a la Guerra Civil en su Sierra Leona natal y, de otro, aquellos relacionados con un teléfono nuclear que dice haber encontrado en el infierno.

Transita el visitante con enorme esfuerzo por una Corderie inédita en su instalación. El tradicional recorrido longitudinal se encuentra trabado por muros perpendiculares y oblicuos que más que articular el espacio parecen obstáculos a sortear. Son como placas tectónicas en perpetuo movimiento que producen recovecos y fallas en los que se sitúa un número abrumador de trabajos. Hay momentos de descanso, como los de Ernesto Ballesteros, con ese vuelo interno de aviones de madera y papel; los leves dibujos de turbadora cotidianeidad de Olga Chernysheva, o la sala de la joven turca Meriç Algün Ringborg, que explora la tensión migratoria con una instalación formalmente impecable. Empiezan a aparecer espacios dedicados a la pintura con una notable presentación de Lorna Simpson y una "capilla" dedicada a Chris Ofili. Son, como Kerry James Marshall y Ellen Gallagher en el Pabellón Central, primeros espadas en el libreto de Enwezor. Parece que se acerca el final, al que uno llega derrengado para recibir la puntilla en la sala de Georg Baselitz, que juega un rol tan excesivo como innecesario.