Obras de Alicia Kwade en el Arsenale de Venecia

La 57.ª edición de la Bienal de Venecia reúne a 120 artistas de 51 países en la exposición Viva arte viva que, comisariada por la francesa Christine Macel, sitúa al creador y a sus formas de estar en el mundo en el centro del discurso. A ellos hay que sumar los participantes en los 86 pabellones nacionales que han viajado este año a la cita que abre sus puertas al público el próximo sábado y que podrá visitarse hasta el 26 de noviembre.

La Bienal de Venecia tiene este año malos rivales en Documenta, el Skulptur Projekte de Munster y la feria de Basilea, pero la cita en la laguna no parece habérsela ahorrado nadie. Miles de personas desbordan estos días la ciudad para visitar la 57.ª edición de esta Bienal cuya sección oficial dirige este año la comisaria francesa Christine Macel, conservadora del Centre Pompidou de París. A su alrededor, en los propios jardines y en multitud de espacios derramados por toda la ciudad, podemos ver los pabellones nacionales, que durante mucho tiempo consideramos una idea desfasada -la Bienal de São Paulo eliminó hace años estas participaciones nacionales-, algo que el madrileño Santiago Sierra destrozó brillantemente en su participación de 2003. Pero a la luz de los alarmantes movimientos geopolíticos de nuestro tiempo, que consolidan un modelo de estado-nación que impulsa sin rubor la fluida circulación de mercancía y capital pero lastra y debilita el de las personas, los pabellones nacionales bien podrían ser hoy de nuevo relevantes a la hora abordar una posición crítica, y a mí el que este año ocupa Jordi Colomer con su proyecto Únete, Join us! me parece uno de los pocos pabellones que de verdad reflejan la responsabilidad del artista contemporáneo de poner negro sobre blanco lo que constituye uno de los dramas verdaderos de este temible presente nuestro.



También contraria a la idea de nación, la instalación comisariada por Phillip Kaiser para el Pabellón de Suiza es una reflexión narrativa sobre Giacometti y el hecho de que nunca quisiera participar en este pabellón y sí en otros que se alojaran en una más amplia idea de transnacionalidad. Kaiser ha escogido a Carol Bove y al duo Hubbard/Birchler. La primera realiza unas estupendas esculturas en el patio mientras los segundos han creado una extraordinaria película narrada por el hijo de una de las parejas del escultor, Flora, y por ella misma en un metraje de perturbadora melancolía.



Instalación de Geoffrey Farmer en el pabellon de Canadá

Geoffrey Farmer, en el de Canadá, plantea una deliciosa revisión autobiográfica. Comisaría el pabellón Kristy Scott, que firmará la próxima Bienal de Liverpool, y que a buen seguro tuvo un papel importante en la aclamada participación de Farmer en dOCUMENTA(13), de la que la comisaria fue core agent. El abuelo de Farmer, que el artista no conoció, se mató al chocar el camión lleno de madera con un tren en los años cincuenta. Referencias a este penoso accidente se entremezclan con otros recuerdos todos ellos conectados con el agua, que mana del suelo con desigual estrépito de diferentes fuentes creadas en y en torno al pabellón. Está realmente logrado este proyecto de Farmer, sin duda uno de los que más está gustando en esta Bienal.



Ya fuera de los Giardini, el pabellón del mexicano Carlos Amorales, comisariado por Pablo León de la Barra, bajo el título La vida en los pliegues, hace referencia a la novela homónima de Henri Michaux. A través de pequeños motivos escultóricos, Amorales crea una suerte de tipografía abstracta con la que construye poemas que son, como es lógico, ilegibles. Estos motivos se disponen sobre plintos blancos que semejan hojas de papel. Resultan ser ocarinas, instrumentos de viento que al utilizarse y producir sonidos, conectan dos formas de lenguaje, la escritura y la música, a través de la tensión entre la tipografía y la fonética. Una obra de arte total, como dice el comisario del proyecto. Lo es, de verdad.



La vida en los pliegues, de Carlos Amorales, en el pabellón de México

Había gran expectación por ver cómo abordaba Christine Macel su exposición oficial en el pabellón central de los Giardini del Castello y en el Arsenale. El título, Viva Arte Viva, no permitía albergar grandes esperanzas, y todo apuntaba a que la comisaria podía cometer la imprudencia de obviar los problemas que asolan a las sociedades de nuestro tiempo y mirar hacia otro lado. Su exposición sitúa al creador y a sus formas de estar en el mundo en el centro del discurso, y si de algo cabría calificarla es de desigual, con un Pabellón Central de los Giardini muy decepcionante y un mucho más logrado Arsenale. Comprendo que aquél es un espacio dificilísimo de montar, al contrario tal vez que éste, que no deja de ser en el fondo un gran tubo en el que se pueden manejar muchas opciones curatoriales, pero el pabellón central tiene un montaje trabado y algo cansino, con presentaciones individuales excesivamente pobladas de obra y un ritmo muy anodino.



No ocurre esto, sin embargo, en el Arsenale, donde, tras un arranque algo dubitativo, la exposición coge cierto vuelo. Aquí se tratan asuntos como el modo en que asumimos las tradiciones vernáculas, el medioambiente, la temporalidad de la creación artística, el color como motivo perceptivo, las prácticas chamánicas… Todo muy abierto, hasta el punto de no entender a santo de qué tanta heterogeneidad, aunque todo esté tratado de manera didáctica. Pronto analizaremos con mayor detalle este proyecto de Christine Macel que, no por desigual, deja de tener algún momento de gran estatura.



@Javier_Hontoria