Vista de la instalación Human Landscapes

La obra rara y difícilmente clasificable de la artista polaca Alina Szapocznikow se muestra estos días en The Hepworth Wakefield, al norte de Inglaterra, un museo cuyo programa explora el pasado y el presente de la escultura y que ha sido nombrado Museo del Año en Reino Unido en 2017.

Reunir los datos biográficos de Alina Szapocznikow para poner en contexto la excepcionalidad de su obra escultórica es asomarse a un abismo escalofriante. Nacida de padres judíos en Kalisz, Polonia, en 1926, encadenó estancias en un carrusel de campos de concentración nazi durante su adolescencia. De Pabianice al gigantesco gueto de Lodz, y de ahí, tras una breve parada en Auschwitz, a Bergen-Belsen y a Theresienstadt. En este último murió su hermano y ahí fue liberada al terminar la guerra. Más tarde, contrajo enfermedades múltiples, como una tuberculosis que la dejó infértil o el cáncer qué acabaría con su vida en 1972 tras haberle perseguido durante años. Me dirán, leídas estas líneas, que el panorama que les planteo no es el más apetecible, pero esta larga lista de calamidades nunca logró oscurecer una vitalidad y una alegría inmensurables, que se traducen en un trabajo de verdad fascinador.



Bajo el título Human Landscapes, la obra de Szapocznikow se exhibe estos días en The Hepworth Wakefield, un pequeño centro al norte de Inglaterra diseñado por David Chipperfield que ha sido nombrado mejor Museo del Año por el Art Fund británico. La institución toma su nombre de la escultora Barbara Hepworth, nacida aquí, y en el espacio que le dedica su ciudad Szapocznikow carga duramente contra la leyenda moderna que Hepworth contribuyó a forjar. Como ocurrió con quien no fuera hombre y no viviera en Europa occidental, poco se supo de ella en vida, y aún hoy no es del todo conocida. WIELS, en Bruselas, y el MoMA mostraron su obra, de la mano de Elena Filipovic, en 2011-2012, pero hasta ese momento pocas instituciones se habían asomado a su trabajo y tampoco lo han hecho muchas desde entonces. Esta muestra de Wakefield es, por tanto, un momento interesante para reconstruir un lugar habitado en su día sólo por ella pero al que fueron llegando otros después y al que muchos se suman todavía hoy, principalmente quienes, en el campo de la escultura, conciben sujeto y objeto como una misma cosa, concentran el todo en un fragmento, sitúan su interés en elementos protésicos que superen o amplíen los límites del cuerpo o ceden su propia voz al material, que, como tantas veces vemos en las prácticas de hoy, tiene mucho que contar. Bajo esta luz, la vigencia de Szapocznikow es irrebatible.



Cendrier de Célibataire I, 1972

La exposición arranca con Primer Amor (1954), realizado a su regreso a Polonia tras sus años de formación en Praga y en París, un bronce que revela la incipiente distorsión de miembros y volúmenes que se llevaría a límites impensables sólo unos meses después, pues la figura femenina en Exhumada, de 1955, muestra ya un cuerpo terrible con extremidades que, si no han sido amputadas, padecen un lacerante dolor expresionista. Tiene esta última obra, esencial para comprender sus primeros pasos, cierta pretensión crítica hacia el ambiente político en Polonia, y en este espíritu perseveró la artista algunos años más, con la realización de un buen número de proyectos de escultura pública conmemorativa, antes de centrarse con obstinación en las propiedades plásticas del cuerpo, el suyo casi siempre, que analizaría con insólito fervor a partir de su propio molde, como en Pierna, de 1962, realizada en escayola, una obra tan delicada como turbadora. Qué dantescos y a la vez qué cercanos son estos fragmentos, y qué difícil es encontrar nuestro lugar frente a ellos. Los moldes ofrecen el rastro del cuerpo que fue, pero en sus formas no podemos dejar de verle a ella.



Los diez años que median entre Pierna y la muerte de Szapocznikow en 1972 son años de una producción febril, en los que introduce pautas iconográficas a medio camino entre la tradición surrealista y la estética Pop. Hay una creciente sensualidad en las formas humanas que persisten en su caracter fragmentario y apelan intensamente al deseo (los ecos de Bataille se escuchan con nitidez). Sus superficies son de una viscosidad casi obscena que resultan de la utilización de resinas y otros materiales dúctiles y traslúcidos, como gasas y telas. En algún momento, la artista coqueteó con el diseño y creó lámparas con forma de rostros, pechos, labios… Son más decorativos y pierden intensidad. Lo que despierta mi interés de esos años es el modo de mezclar elementos industriales con moldes de su propio cuerpo, como en Goldfinger (1966), basado en la película homónima. La pieza de un motor de coche se funde aquí con la ilusión de lo mórbido, en clara prefiguración de la obra de artistas contemporáneos como Nairy Baghramian, de quien hablamos no hace mucho en estas páginas, autora de raras formas que semejan prótesis dentales.



Poco tardaría en llegar la enfermedad, y con ella la desinhibida proyección de sus presagios. Szapocznikow realizó trabajos como El funeral de Alina (1970) o Tumores personificados (1971), en los que fotografías de su rostro y de su gente cercana eran envueltas en gasas, lana de vidrio y poliéster, creando formas esféricas que evocaban los tumores que le consumían. Hay fotografías en las que aparece tumbada, sonriente, junto a ellas. Andaba ya débil entonces, pero su pasión por el arte y por la vida no menguaron nunca. En el año de su muerte realizó un retrato de su hijo Piotr, a quien había adoptado en 1952. Está inspirado en el Cristo yacente de la Pietá del Vaticano, pero Piotr aparece aquí de pie, en raro escorzo, sí, pero resistiéndose a caer, como su madre durante toda su vida.



@Javier_Hontoria