Vista de la exposición

Maria Lassnig luchó toda su vida por un reconocimiento que le llegó muy tarde, casi antes de morir, ya nonagenaria. Una retrospectiva de la Galería Nacional de Praga hace justicia a la obra de la pintora austriaca que hizo del cuerpo su campo de batalla.

Hay unas fotografías de principios de los ochenta en las que se ve a Maria Lassnig (Carintia, Austria, 1919-Viena, 2014) tumbada en el suelo junto a la tela que parece estar pintando. El cuerpo de la artista, que por entonces habría cumplido setenta años, parece ser un reflejo de la mancha informe que se extiende sobre el lienzo, que está fijado al suelo por un libro y una paleta. Las dos figuras, la pintada y la real, doblan al unísono sus rodillas, y mientras Lassnig viste de riguroso blanco y negro, la figura pintada hace gala del acuoso tratamiento del color que caracteriza toda su obra. Tiene gracia: hace poco hablábamos en estas páginas de Alina Szapocznikow, la escultora polaca cuya obra se revisaba en Inglaterra. Hay también unas fotos muy célebres de ella, tomadas por Antoni Miralda en los años sesenta en el estudio parisino de la artista, en las que parece "probarse" algunos de los moldes de escayola que de sus propias piernas había realizado. Reía Alina a carcajada limpia, incluso vislumbrando ya la muerte, que se la llevaría poco después. Lassnig fue mucho más longeva (¡murió con casi el doble de años!), pero vivió su vida con tensión y mala uva por el poco aprecio que, decía, suscitaba su pintura. No eran tiempos fáciles para artistas pintoras, eclipsadas por la testosterona de los expresionistas, la de los americanos primero y después la de alemanes como Baselitz, de quien me pregunto si lleva mucho tiempo haciendo declaraciones tan miserables como las que hoy hace sobre las mujeres pintoras, porque si alguna vez le hubiera oído Lassnig a buen seguro le habría cruzado la cara.



Hay algo curioso en las fotografías de Lassnig, nos cuentan en el catálogo de la exposición que ha organizado la Galería Nacional de Praga. El cuadro que parece estar pintando había sido en realidad firmado una década antes, y, por lo tanto, más que dar testimonio de la acción de pintar -eso es lo que se desprende, a bote pronto, de la fotografía-, la artista parece recibir los estímulos de la imagen pintada, como si esta fortaleciera la conciencia de su propio cuerpo. Esto que los anglosajones han llamado "body-awareness", sería la contribución más importante de Lassnig a los discursos en torno a la performatividad, de los que fue pionera en el campo de la pintura, toda vez que la inquietud en torno al cuerpo desde la perspectiva feminista parecía sólo poder entenderse en los campos de la fotografía y la imagen en movimiento.



La muestra checa lleva la firma del director de la institución, Adam Budak, a quien conocimos en España por la colectiva sobre artistas del Este que organizó en la galería de Elba Benítez hace unos años. Es la última parada de una itinerancia que la ha llevado a varias instituciones europeas, pero Budak ha introducido aquí matices inéditos, como el trabajo de Lassnig en el ámbito de la animación, del que poco sabíamos, realizado en los razonablemente felices años neoyorquinos de la década de los setenta, en los que, adscrita al grupo Women/Artist/Filmmakers, Inc, vivió rodeada de "mujeres fuertes". El Kunstmuseum de Basilea acaba de inaugurar una muestra dedicada a sus dibujos que viene de la Albertina, en Viena, pero no es tan completa como esta soberbia muestra checa, que tiene el mérito de adaptarse a espacios de muy distinto signo y de cuestionar con acierto, subvirtiéndolo, el formato de exposición "retrospectiva". Hay en muchas exposiciones una tendencia a exagerar el dispositivo de la instalación, y la obra a menudo se resiente, eclipsada por la escenografía y abandonada en un segundo plano. En esta muestra de Praga, la pintura de Lassnig mantiene un brillante equilibrio con los atrevidos muros asimétricos de los que cuelga.



Two ways of Being, 2000

Que se pasara toda la vida autorretratándose no quiere decir que su obra se ciñera estrictamente a este género, pues lo que hizo con dedicación febril fue precisamente ampliar su potencial semántico. En cuadros de los sesenta pinta cuerpos cuyos contornos se fijan con líneas dobles y triples. Parecerían representaciones del movimiento, quizá torpes e irónicas revisiones de desnudos bajando una escalera, pero lo que hacen es interpelar al espacio que no está ocupado por su figura, como avistando el momento en que la tela fuera sólo carne, sumergido en ella la totalidad de su cuerpo, atestándola.



Como para Barbara Kruger, el cuerpo fue el campo de batalla de Lassnig. Cuando lanzaba dardos sobre la sociedad patriarcal se representaba como sartén o como rallador de queso; criticaba el advenimiento de la tecnología fundiéndose en todo un elenco de chismes electrónicos que hacían las veces de prótesis o extensiones del cuerpo. Cuando estalló la Guerra del Golfo, su rostro aterrorizado, cuando no encendido de ira, aparecía tensado entre dos hoces. Fue tal su obsesión por la performatividad que las sillas y butacas en las que se sentaba duplicaban sus gestos, aquí no tanto como extensión, sino como cuerpo mismo.



En 2013, Massimiano Gioni le llamó para otorgarle el León de Oro de la Bienal de Venecia por toda su trayectoria. ¿Ahora -respondió-, cuando ya no me puedo mover de la cama?, dijo, y colgó, enfurecida. Qué fuerza y qué rabia las de Lassnig. Poco antes, cuando tenía 92 años dejó que le retratara la muerte, como reza el título de un conmovedor cuadro (Drawn by Death, 2011), uno de sus más poderosos.



@Javier_Hontoria