El último cuadro de la exposición que la Tate Britain de Londres dedica hasta el 2 de febrero de 2020 a William Blake es El anciano de los días, una de las obras más conocidas del artista (Londres, 1757-1827), un cuadrito de 232 x 120 mm que representa a un hombre fibroso con larga melena y barba blanca agitadas por el viento, desnudo y con una rodilla hincada en tierra, que blande un compás luminoso hacia al espectador, el instrumento con el que, entendemos, traza los límites de nuestra existencia, su principio y su final.

Ninguna otra obra de las 300 que forman parte de la exposición que el museo dedica al que muchos consideran el mayor artista británico de la historia podría cerrar de forma más acertada el exhaustivo recorrido por su producción y sus circunstancias. A principios de agosto de 1827, William Blake coloreó una copia del mencionado grabado y expresó que era, probablemente, la obra de la que se sentía más satisfecho. Mientras extendía sus acuarelas de intensos rojos y amarillos sobre el papel no imaginaba que el anciano de los días había decidido terminar pronto el arco de los suyos. Blake murió pocos días después, con su mujer Catherine, responsable del acabado de muchas de sus obras, a su lado. 

Hasta llegar a El anciano de los días habremos recorrido cinco salas a lo largo de las cuales se desarrolla la mayor muestra de la obra de Blake realizada en los últimos 20 años. Comisariada por Martin Myrone y Amy Concannon, el trabajo de documentación y recopilación ha sido extraordinario: se pueden ver aquí obras traídas de colecciones públicas y privadas de todo el mundo (de hecho, para preservar algunos de los objetos, que rara vez han sido expuestos previamente, los niveles de luz son deliberadamente bajos). Pero también hay cierta delicadeza y emocionalidad en la puesta en escena que convierten la exhibición en un homenaje que salde (y se consigue, vaya) cierta deuda histórica hacia el pintor, poeta y grabador. Esos gestos se aprecian en el relato biográfico que introduce las distintas etapas de la muestra, las citas que jalonan las paredes, pero también en esfuerzos como el de reconstruir la estancia de la casa familiar de Broad Street, en el Soho, donde el artista se llevó una de las mayores decepciones de su vida en 1809: su exposición de obra propia solo recibió a cambio del esfuerzo la indiferencia general, cuando no críticas burlonas. La Tate también se ha ocupado de ‘hacer realidad’ uno de los sueños no cumplidos en vida por Blake: el de ver su obra pictórica a gran escala, lo que se ha conseguido con una elegante fórmula de tecnología digital.

El tamaño de la mayoría de las obras impone para el público la distancia corta. A veces estamos ante originales que superan por poco el tamaño de la miniatura, con letras apenas descifrables. Acercarnos tanto genera una intimidad singular con ellas. Blake fue un innovador en lo que al grabado se refiere. A partir de 1788 comenzó a experimentar con el aguafuerte hasta conseguir una técnica única (y que permanece, aún hoy, parcialmente en el misterio), sistema con el que está realizada la mayor parte de sus ‘libros iluminados’ de poemas cuyas láminas se exhiben en la exposición (como The Book of Thel o El matrimonio del cielo y el infierno). En las impresiones iluminadas los textos se escribían, con alguna sustancia resistente al ácido, en planchas de cobre, donde también se realizaban las ilustraciones. Después el ácido disolvía el cobre no tratado y las placas quedaban listas para imprimir. El resultado de las impresiones se recoloreaba a mano con tinta y acuarela, lo que le proporciona a la obra final un delicadísimo y colorista acabado. Cuando estamos a escasos centímetros de una de esas páginas, la obra cobra toda su dimensión, en lo creativo, en lo técnico, en la impronta humana del finísimo trazo.

La vida de William Blake y su obra son imposibles de separar. Desde sus terrores más oscuros e íntimos —está documentado que tuvo visiones al menos desde los 9 años, El fantasma de la pulga (1920) es el retrato, en témpera y pan de oro, de uno de los más terroríficos— hasta sus creencias religiosas y sus ideales sociales y políticos (creía en la igualdad de géneros y razas, y abominaba de la esclavitud y del imperio), todo lo que ocurre en su vida tiene una traducción artística, a menudo en forma de metáfora histórica, mitológica o esotérica (como El libro de Urizen, uno de los libros considerados proféticos de Blake, una versión heterodoxa del Génesis). Ni siquiera la supervivencia logró que adaptara su estilo al gusto de su tiempo, lo que le procuró una casi perenne inestabilidad económica. Y solo la depresión, la gran oscuridad que le provocó el fracaso de su exposición de 1809, consiguió alejarlo de la creación. 

Resurgió, en lo que sus biógrafos denominan una auténtica explosión de creatividad, en 1818. Desde entonces hasta su muerte en 1827 produciría, de hecho, algunos de sus mejores trabajos, como Satanás afligiendo a Job con forúnculos dolorosos (1826), El cuerpo de Abel encontrado por Adán y Eva (1825) y, por supuesto, las ilustraciones de La divina comedia, que ocuparon buena parte de los tres últimos años de su vida y que le fueron encargadas por quien se convertiría, en este periodo, en uno de sus mayores admiradores y valedores, el paisajista John Linnell (1792-1882), cuyos encargos le proporcionaron estabilidad financiera y mayor reconocimiento (lo introdujo en el selecto grupo artístico de Los Ancianos). Porque por fin, en este periodo, un círculo de jóvenes y pujantes artistas comenzó a poner a Blake en el lugar que le correspondía, el de un artista símbolo de integridad creativa y autenticidad. Un hombre cuya mente voló muy alto y muy lejos y que, paradójicamente, nunca salió de Inglaterra. De hecho, salvo un pequeño periodo, vivió siempre en una franja muy estrecha de Londres, entre Oxford Street y Fountain Court, junto al Támesis. Ahí fue donde acabó sus días, el 12 de agosto de 1827.

@SoySilviaNieto