Cada renovación de los edificios del MoMA supone, también, una transformación de sus planteamientos. Fundado por Lillie P. Bliss, Mary Quinn Sullivan y Abby Aldrich Rockefeller en 1929, en su primera localización –una serie de habitaciones alquiladas– se expusieron, con gran éxito, obras de los impresionistas. En 1939 se inauguró el edificio de la calle 53, algo que marcó su entrada en las grandes ligas del arte internacional: un cubo modernista proyectado por Goodwin y Durrell Stone, cuya colección abogaba por las primeras vanguardias. Philip Johnson (1964), Pelli (1984) y Taniguchi (2004) se encargaron de las sucesivas transformaciones, con amplios espacios expositivos y recorridos cronológicos separados por departamentos (pintura, escultura, fotografía, etc.). Al mismo tiempo, las críticas a la institución se intensificaron, apuntando a su financiación (Hans Haacke desveló en 1970 la implicación de los Rockefeller en oscuras maniobras políticas), a la ausencia de arte hecho por mujeres artistas (las Guerrilla Girls en los años 80) o de la diversidad general de sus salas (Xaviera Simmons en los 2000). Cuestiones inconclusas, como han demostrado las recientes manifestaciones en contra del patrocinio de Larry Fink, dueño de BlackRock, empresa encargada de los centros de detención de inmigrantes en Estados Unidos.
Por este motivo, y siguiendo las declaraciones de su director Glenn Lowry (la persona más poderosa del mundo del arte según ArtReview), el nuevo MoMA ha decidido “repensar de manera profunda el sentido del museo” comenzando con un nuevo edificio. Proyectado por Diller Scofidio + Renfro con un presupuesto de 450 millones de dólares, la institución se expande un treinta por ciento, alojando más de 6.000 obras. En esta nueva etapa, la colección rotará para dar visibilidad a otras piezas, manteniendo algunas de manera permanente (La noche estrellada de Van Gogh o Los nenúfares de Monet). Una ampliación sufragada en parte por la torre de apartamentos de lujo de Jean Nouvel (ubicada por encima del MoMA), una operación de especulación inmobiliaria de primer orden. Las nuevas salas continúan una museografía tradicional de cubos blancos y suelos de madera, con cafés, terrazas, una escalera con ventanales a la calle y una amplia tienda de objetos de diseño. En general, el resultado arquitectónico no propone una manera novedosa de entender el museo, aunque permite distribuir los grandes flujos de visitantes.
Es un gran acierto exponer Las 'Señoritas de Aviñón' (1907) de Picasso junto a la obra de la artista afroamericana Faith Ringgold
Respecto a la colección, ha habido un intento por resultar inclusivo en cuestiones de género, raza y representación geográfica. En este sentido, destaca la sala de Las señoritas de Aviñón (1907) de Picasso. Vista durante mucho tiempo como pionera del cubismo y de la introducción de otros referentes en la historia del arte (en especial el arte africano, a través de las máscaras que portan sus protagonistas), su revisión actual apuntaba hacia el apropiacionismo cultural, al representar geografías y sujetos sin permitirles participar con una voz propia. Es un gran acierto exponerla junto a la obra de la artista afroamericana Faith Ringgold American People Series #20: Die (1967) que muestra los disturbios provocados por la segregación racial y genera una conversación sobre el poder político del arte que permite una lectura más completa.
La misma estrategia se percibe en las salas dedicadas a los años setenta, inauguradas por pioneras feministas como Ana Mendieta o Cindy Sherman, las fotografías de Alvin Batrop y los grafitis de Keith Haring, fundamentales en la construcción de lo queer; o las obras de Basquiat y Alfredo Jaar, cruciales en la visibilidad de comunidades trasnacionales racializadas. Todas estas obras se encuentran acompañadas por De Kooning o Rauschenberg, generando discusiones y complicidades.
A pesar de mantener ciertas clasificaciones temporales y departamentales, el modus operandi de diversidad continúa gracias a ejes temáticos frente a cronologías (‘Dentro y fuera de París’, ‘En la frontera del arte y la vida’, por ejemplo) y la multiplicidad de formatos. Resulta de especial interés la sala dedicada a las arquitecturas de los años cincuenta y sesenta, con la fachada original del edificio de Naciones Unidas (Le Corbusier, Niemeyer y otros, 1952), que articula discusiones sobre materialidades y elementos narrativos, contrapuesta con el Playtime de Jacques Tati y las banderolas del Metabolismo japonés, movimiento que entendía la ciudad como un organismo vivo.
Las fotografías de Wolfgang Tillmans conviven con los vídeos de Wu Tsang, las impresiones de Lyle Ashton Harris con las instalaciones de Chen Zhen y las maquetas de Bodys Isek Kingelez con las pinturas de Julie Mehretu. Un listado de nombres contemporáneos que ha generado críticas y resistencias, al corresponder estos artistas a un número reducido de poderosas galerías. Algo que marca un rumbo comercial determinado por políticas de mercado global, precarizando no solo a aquellos artistas alejados de los núcleos de poder, sino a las instituciones de pequeño tamaño, incapaces de competir económicamente.
Antes de la renovación, las visitas al MoMA siempre parecían acabar con la misma pregunta, ¿están en esta institución todos los nombres esenciales en la historia del arte contemporáneo? Las obras de Duchamp, Bourgeois, Pollock, Levitt o Warhol generaban un rumor de afirmación. Sin embargo, otra cuestión afloraba de inmediato, ¿son importantes porque lo son o porque, precisamente, están en el MoMA? Es decir, ¿es el MoMA quien escribe la historia? Y si es así, ¿cuál es su agenda, cómo se construye el canon y dónde están los excluidos? Estas últimas preguntas han guiado el proyecto expositivo, permitiendo la posibilidad de construir nuevas genealogías y, al mismo tiempo, dando lugar a inesperadas resistencias.