Que el arte es el testigo de nuestro tiempo ya lo sabíamos, pero el 2019 no ha hecho sino recordárnoslo. Cerramos el año con un hecho insólito: los artistas nominados al Premio Turner –Oscar Murillo, Tai Shani, Helen Cammock y Lawrence Abu Hamdan– pedían al jurado que se lo concedieran a los cuatro, y se salían con la suya marcando un hito con esta llamada a lo colaborativo frente a lo competitivo. Y, tres meses antes de la sonada COP25, la Bienal de Estambul de Nicolas Bourriaud ponía el foco con El séptimo continente en toda la basura que flota a sus anchas en nuestros océanos. Hablaba de esta nueva era geológica que los científicos han llamado con un término –Antropoceno, en relación a la devastadora actividad humana en el planeta– que se repite en todos y cada uno de los textos de las exposiciones del panorama internacional. En la Bienal de Venecia, por ejemplo, desde en la intervención de Laure Prouvost en el Pabellón de Francia hasta en el de Lituania, que se llevó un merecido León de Oro por una original ópera-performance en plena playa ficticia. Ambos tendrán, seguro, más espacio en nuestra memoria que la propuesta de Ralph Rugoff, por la que pasaron muchos de los artistas de los grandes centros de poder. El colofón final a la cita lo puso un temporal, litros de agua inundaron hasta la Basílica de San Marcos. Más antropoceno en un momento en el que la realidad, una vez más, superaba a la ficción.
El término ‘antropoceno’ está presente en todos los textos y citas del panorama internacional
Venecia, claro está, no ha sido la única. En Noruega se ha estrenado Oslo Pilot, un nuevo modelo que lucha contra el estereotipado evento puntual y se expande en el tiempo –hasta 2024– con proyectos en el espacio público y seminarios. Mientras que otra histórica, la del Whitney de Nueva York, ha fijado la mirada en las historias de mujeres y minorías. También el MoMA con su nueva presentación de la colección permanente, tras el cierre y la ampliación de su edificio, ha dado lugar a nuevos diálogos entre piezas, periodos y geografías. No son los únicos. Cada vez son más los museos que revisan la manera de contar sus fondos. El MASP de São Paulo ha dedicado tres meses a una programación centrada en Historias de mujeres e Historias feministas que arrancaba en el Renacimiento. Y en Europa han coincidido varias exposiciones dedicadas a creadoras pareja de: Dora Maar (en el Pompidou y la Tate y viajará, después, a Los Ángeles) y Anni Albers (en la Tate Modern compartiendo, además, colectiva de diseño con otras cinco artistas de su tiempo en el Art Institute de Chicago), entre ellas. Esperamos ya ansiosos la de Artemisia Gentileschi en la National Gallery de Londres, que cogerá el testigo a la nuestra de Sofonisba Anguissola y Lavinia Fontana en el Prado. Así como Raphael sucederá a Leonardo, del que lo más sonado ha sido la exposición que le dedicaba el Louvre. Sin La Gioconda, eso sí, a la que ha habido que racionar las visitas.
A Sídney llegaron los directores de museos a debatir en el congreso del CIMAM cuál debía ser la misión del museo en el siglo XXI y su imbricación con el contexto. Kara Walker ha entrado en la Sala de Turbinas de la Tate con una fuente que pone en cuestión la noción de monumento y de historia, de nuevo. En la Haus der Kunst de Múnich el ghanés El Anatsui protagonizaba la última exposición de Okwui Enwezor, que nos dejaba en marzo (podremos verla en el Guggenheim de Bilbao en julio) y la pintura de Julie Mehretu sigue en el LACMA de Los Ángeles. Las voces se multiplican.