Antonio Lorenzo, el alquimista
La progenie más lírica del arte de Antonio Lorenzo viene de Paul Klee, y para ambos, el dibujo, la línea marca el ritmo itinerario que determina el diapasón de sus formas en las que hay referencias figurativas y abstractas, personajes voladores y elementos geométricos en los que se reiteran triángulos, rectángulos y círculos, además de distintas letras del abecedario y numerosos e inidentificables símbolos que campan por los cuadros con una libertad absoluta, porque Lorenzo se niega a codificar los caminos sólo para los iniciados.
Esas relaciones y tensiones producidas por la dualidad están siempre presididas por lo pictórico que es la armonía que unifica toda una iconografía rica, compleja e indescifrable, porque Lorenzo coloca en la tela las elecciones formales que ha asumido para que los demás nos sorprendamos sobre todo con la gama de sus alusiones y sugerencias, y así aparecen cruces, herraduras, flechas, émbolos, pilas, banderas, señales de tráfico y barridos cromáticos, convirtiéndonos en hermeneutas de un alfabeto del que carecemos de las pautas, porque en las obras del artista nada es lo que parece, y sus pinturas -eso sí, limpias y muy sensibles- son las huellas de un alquimista, de alguien que construye un mundo que no puede encontrarse en los mapas, pasado por el tamiz infantil de un chaval que ha encontrado un campo sin árboles y se ha puesto a plantar maravillas inventadas, música para amansar especuladores, y ese espacio solamente admite las acotaciones que da un dibujo de potente grafismo y las manos de las que salen los sueños como si hubieran hecho un pacto de mariposas, que revolotean por las telas hasta que deciden posarse en un poste telegráfico que transmite sencillamente poesía.