La mirada constructora
Joaquim Sunyer
16 mayo, 1999 02:00He tomado como punto de partida la referencia de Picasso no sólo por la equiparación que hace de los dos artistas un crítico de la época, sino porque esta exposición, desde su mismo título, quiere subrayar el aspecto de elaboración trabajosa y en cierto modo inacabada del lenguaje artístico de Sunyer, un perfil que se contrapone con ese cliché de la obra nacida del genio puro cuyo máximo exponente bien podría ser Picasso. Es cierto que en Sunyer hay una "construcción de la mirada", aunque no menos compleja, esforzada y sometida al azar que en el caso de otros pintores. Hay en él, específicamente, eso sí, una "mirada constructora" y ésta me parece que es una imagen más adecuada para caracterizarlo. Es acaso en este sentido, en el crear y organizar a través de su obra, en el que Sunyer deja de cumplir con los requisitos que exige el arte moderno, un arte que se caracteriza por propugnar toda clase de sospechas sobre cualquier atisbo de unidad o coherencia. Desde esta perspectiva, Sunyer no es tanto un caso de artista moderno en grado tentativo, que es la idea que se puede traslucir de una cierta presentación crítica que de él se ha hecho, sino un pintor que escoge representar el mundo como cosmos en vez de como caos, aunque el hacerlo le desterrara para siempre al limbo de los pintores anticuados.
La biografía de Sunyer copia con aplicación el modelo ideal de artista de principios de siglo. Nació en Sitges en 1874, en una familia más o menos relacionada con el arte -su tío era pintor y su padre contratista de obras en la época del mejor modernismo catalán-. Se formó en la Escuela de Bellas Artes de Barcelona, en compañía de jóvenes artistas como Nonell, Mir y Canals. Sus primeros cuadros retrataron el suburbio barcelonés en tonos amarillentos, con lo que justificaba su inclusión en "La colla del Safrá" ("El grupo del azafrán"). En 1897 se trasladó a París y allí residió durante catorce años, a lo largo de los cuales cabe destacar lo cuidadosamente apartado que se mantuvo del grupo de artistas "catalanes de Montmartre" -Utrillo, Casas y Rusiñol- excepción hecha de su siempre cercano Nonell. En cambio conoció a Renoir y Degas, Modigliani y Steinlen. Sus obras de aquellos años son ejercicios impresionistas o postimpresionistas, poco personales en el ámbito de la pintura y sin embargo mucho más poderosos cuando Sunyer coge el buril. En todos ellos, sin embargo, hay una implacable intención testimonial, documental, que le separa del impresionismo más frívolo. Sus litografías para ilustrar los "Soliloques du pauvre", de Jehan Rictus o los aguafuertes de calles y escenas de París de 1901, presentes en esta exposición, son buena muestra de ello. Escenas miserables que recuerdan a Daumier, o más confortables, y entonces es Degas. Dio a conocer sus primeras obras en los Salones de Bellas Artes y de Otoño en París, en 1898 y 1907, respectivamente. Su exposición de 1909 en Lieja cosechó importantes elogios de algunos críticos, pero no tuvo éxito alguno de público. Es decir, con cerca de cuarenta años, aunque ya no residía, como a su llegada a París, en la Rue Delhambre, Sunyer seguía siendo un pintor perfectamente ignorado e ignorable.
Sin embargo, la crítica ha señalado su vuelta a España, concretamente a Sitges, como el momento en que el artista alcanza su madurez. Es entonces, en 1909, cuando tiene lugar ese "segundo nacimiento" en el arte al que aludíamos al principio, y es entonces también cuando, paradójicamente, empieza a rendir sus frutos todo lo aprendido en París. Esos nuevos medios para fijar en el lienzo lo que conoce de memoria ("por el corazón", que dirían los franceses) dan lugar a una serie de cuadros en los que el pincel no sólo reproduce: también construye, organiza las masas de color, enlaza las figuras. Todo ello es especialmente visible en algunas de las obras que expuso en las Galerías del Faianç Catalá en 1911, en una exposición que constituyó un hito en el arte catalán de las primeras décadas del siglo y la definitiva consagración del artista. Los paisajes mediterráneos, sensuales y serenos a la vez, sólidamente construidos a la manera de un Cézanne y por otro lado alegres y luminosos, de una sinuosidad característicamente matissiana, colocaron a Sunyer en el punto de mira de críticos como D’Ors o Junoy. Si D’Ors reclamaba mitología al paisaje, ¿dónde encontrarla mejor que en cuadros como "Mediterránea" o "Pastoral", presentes en aquella -y en esta- exposición? El helenismo como raíz de una cultura autóctona mediterránea, y la figuración armónica, fueron estratégicamente propugnados por D’Ors frente al internacionalismo y los excesos vanguardistas -en este sentido, él fue el primero en postular lo que luego se llamaría "la vuelta al orden" artística, en la primera posguerra mundial-. No es por tanto de extrañar que "Pastoral" se convirtiera en el cuadro emblemático del "noucentismo" dorsiano, por más que no cumpliera con varios de sus tópicos más serios. Y en el ejemplo mejor de lo que comentábamos líneas atrás. En esta escena arcádica y feliz, la pincelada enlaza el paisaje, lo animal y lo humano en un "continuum" vital. "La mujer y el paisaje son grados de la misma cosa", diría sucintamente el poeta Joan Maragall. Se trata de una visión si se quiere inocente, pero nada simple, capaz de ilustrar toda una cosmogonía. La ingenuidad y la libertad de trazo y de tema fueron también detectadas por los primeros espectadores de aquella exposición, y hubo toda clase de protestas, anónimos y agresiones incluidas. Hoy nos parece que, en cualquier caso, no era para tanto.
Tras una época de plenitud, Sunyer, al principio de los años veinte, se instala en un lenguaje que domina y en el que no progresa más. Ocupaba ya entonces un lugar privilegiado en el arte catalán, y su obra estaba ampliamente reconocida. Pintó aún mucho hasta su muerte en 1956, sobre todo retratos, pero están lejos de sus logros de años atrás. Así lo han entendido los comisarios de la exposición, que detienen la selección en el momento culminante de su trayectoria. Aún así, las casi ochenta obras entre pinturas, grabados y pasteles, procedentes de media docena de colecciones -sobre todo el Museo Nacional de Arte de Cataluña- es una muestra más que suficiente para acercarnos a la vida y la obra de Sunyer, y para disfrutar de un mundo transformado por los ojos que lo contemplaron.