Image: Sarmento, esa oscura huella de deseo

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Exposiciones

Sarmento, esa oscura huella de deseo

24 octubre, 1999 02:00

En una de las numerosas y sucesivas salas que subdividen la retrospectiva que el Museo Nacional Reina Sofía dedica al artista portugués Julião Sarmento (Lisboa, 1948) hay un cuadro de pequeñas dimensiones que, en mi cabeza al menos, resume mucho de cuanto creo que puede hallarse en su obra. Se titula "Cicatriz (9 R.C.)" y ha sido pintado hace poco más de dos años, en 1997. Una superficie blanca, de un blanco ensuciado, matéricamente rico, pero sin que el juego de la materia interese realmente al pintor, sino que lo que persigue u obtiene es un modo de la acumulación, que parezca que bajo lo blanco hay otro blanco más y bajo éste otro, cubierto y escondido, pero que permite sentir su volumen, la palpitación de su existencia. No hay imagen alguna visible, únicamente una grieta abierta que resquebraja la uniformidad de la superficie. No sabemos cuándo se produjo la herida que ahora ha cicatrizado. Siquiera estoy seguro, pese al explícito título, que no haya previsto Sarmento que lo que parece el resultado de un corte no sea en realidad una abertura genital preexistente y sea en ese caso la pintura ninfa de la vulva de una mujer fantasmática, espectral o impalpable.

El núcleo central de la exposición lo forman las que Sarmento denomina “pinturas blancas”. Superficies de cuidada y delicada textura, en las que los juegos de blancos constituyen una pantalla sobre la que se inscriben dibujos en negro, igualmente matizados, de cuerpos de mujer fragmentados, sin rostro, recatadamente vestidas -dos esculturas realizadas en 1998 representan clarísimamente el modelo tantas veces repetido, falda tubo a media pierna, camisa blanca abotonada hasta el cuello, cinturón-, cuyas acciones, por lo que ejecutan o por lo que sufren, no pueden por menos que inquietarnos. Ambivalentes o equívocas, tanto parecen simular juegos gozosos como esconder turbias maniobras, no sabemos si la boca que se inclina sobre una línea que suponemos del cuello, besa o muerde, ignoramos si el cuchillo bajo la falda acaricia las medias o se hunde sangrientamente en la carne.

Veinticinco años de trabajo sobre una misma obsesión son los que ha resumido el comisario de la muestra, James Lingwood. La fascinación de Sarmento por las huellas de nuestros deseos, figurados aquí bajo sus distintas apariencias en pinturas, dibujos, esculturas, collages, fotografías, diapositivas, películas... Me sorprendió a mí mismo darme cuenta de que mientras seleccionaba imágenes del catálogo, lo hiciera precisamente como si reuniese las distintas escenificaciones que Sarmento había inventado para elaborar un vademécum de la seducción erótica y, también, de los componentes violentos que en ella subyacen. No ha rehuido siquiera la confesión o las confidencias personales. Así, por ejemplo, descubrió los negativos de las fotografías que su padre tomó de la habitación del hotel donde, recién casado, pasó su luna de miel. Como quiera que supone o sabe que allí fue concebido, las ha ampliado hasta poner ante nuestros ojos el escenario real de un acontecimiento secreto. Como él mismo ha explicado: “Mi trabajo trata siempre sobre los lugares que los hombres o las mujeres dejan vacíos... creo que el cuerpo humano es el único tema que aún no ha sido reducido a un cliché idiotizante... es mi principal ‘leivmotif’”

La densa exposición del Palacio de Velázquez somete al visitante a una doble experiencia, pues a la innegable calidad artística de las obras expuestas y a la sólida coherencia que Sarmento muestra en su introspección, añade su eficacia para inyectar en cada imagen elementos que inevitablemente alertan nuestra memoria particular y privada, no que tengamos la sensación de haberlo visto antes, sino que eso que vemos tiene algo que, a la vez, nos asusta y nos excita. Como rezaba la inscripción de una de las piezas incluidas en la muestra que le dedicó el IVAM en 1994: “El gozo sobrepasa las posibilidades que había entrevisto el deseo”.