Territorios últimos de José Hernández
Pamndora II, 1999. Óleo sobre lienzo. 61 * 100
José Hernández (Tánger, 1944) inicia su camino en el ámbito de lo fantástico y surreal en 1965, cargadas de simbolismo sus composiciones, haciendo gala de una minuciosidad técnica y un dibujo inefable que ha mantenido a lo largo de toda su trayectoria, en la que el paso del tiempo dirime el sentido de sus ruinas, escenarios y figuras humanas terriblemente descompuestas.Hernández, como casi todos los creadores de fuste del arte contemporáneo, más que inventiva, lo que tiene es una extraordinaria capacidad de reinvención y, de este modo, con figuras y cosas ya compuestas, va recomponiendo su mundo alucinado y satírico, su empavorecida fauna animal y humana, pobladores fantasmales de un museo convertido en manicomio.
Cuando uno ha encontrado su voz, y este es el caso de Hernández, resulta innecesario el cambio de registro, aunque la evolución nos permita circunloquios y variaciones sobre un alfabeto ejemplarmente definido, con la mirada puesta en el Goya paridor de monstruos, y asumiendo el referente constante del surrealismo de raíces orgánicas lleno de esos seres deformes o antinaturales clonados en el cerebro en ebullición del creador tangerino, que conoció el mundo de Bowles y su círculo gracias a los oficios de Sanz Soto, su primer maestro en la vida y el arte.
En esta exposición, José Hernández ha dejado su ya lejana huella del dibujo como arquitectura, como osamenta a la que hay que recubrir de color, y sorprende por la calidad matizada de sus texturas, por la disposición de las capas de la pintura y por la capacidad de perfilar los asuntos que protagonizan estos cuadros con historia, narrativos y metafóricos, además de destacar las formas orgánicas en las que las asociaciones árboles-hombres, vegetal-carne, nos hablan del mundo superrealista en el que todo es posible, conjugando sus lecciones de entólogo con un homenaje al barroco, a su majestuosidad enrevesada. Así sucede en Figura I, en la que la riqueza de texturas y el tratamiento atmosférico nos retrotraen a los retratos del siglo XVIII, pero sin renunciar a la modernidad, sin olvidar que la treintena de cuadros de la muestra aúnan rigor e imaginación; como ocurre en las versiones de Luna plana, en las que el arabesco se complementa con el círculo selenítico, o en el par de Dioramas que engarzan capullos de flores en un tronco con protuberancias que semejan los huesos descarnados de un cadáver.
Porque todo, hasta las ruinas arquitectónicas y las humanas, nos ilustran sobre el memento mori, cuya iconografía ha atravesado esencialmente el arte español, y al que está vinculada la obra del artista tangerino.