La espiral según Mario Merz
Baso y botella atravesados, 1968. Colección La Gaia, Busca
"Si la forma desaparece, su raíz es eterna". El aforismo pertenece al repertorio conceptual de Mario Merz (1925-2003) y aparece iluminado con tubos de neón entre las paredes del Castillo de Rivoli. Más o menos como si fuera la síntesis de una trayectoria creativa, o el hilo conductor de una exposición antológica que reivindica todas las inquietudes del maestro. Es la primera que tiene lugar en Italia desde que falleció (2003) y, seguramente, la más exhaustiva de todas cuantas se le han dedicado hasta el momento. No sólo por la implicación incondicional de la ciudad de Turín, prisión de Mario Merz en los tiempos de la represión antifascista. También porque el espectador tiene delante las pruebas necesarias para reconstruir 50 años de evolución creativa y de rumbo espontáneamente polifacético.Porque Mario Merz no era un simple artista. Era, de menos a más, un artesano, un alquimista, un matemático, un arqueólogo, un filósofo y un místico. La prueba está en las obras que aparecen expuestas en el Castillo de Rivoli y en la Galería de Arte Moderno y Contemporáneo, muchas de ellas resultado de la búsqueda de la esencialidad: a veces en el ámbito de las leyes cósmicas, otras en el campo del primitivismo y de la materia. Y es que el tratamiento de la materia, el viaje de lo orgánico a lo inorgánico, supuso que el crítico Germano Celant incorporara a Merz entre los grandes espadachines del arte povera. Fue un reconocimiento culminante y decisivo para la suerte del artista y del movimiento italiano, pero la antológica inaugurada en Turín demuestra que la figura de Mario Merz trasciende la relación de pertenencia a un grupo o a una corriente.
El recorrido expositivo se atiene al principio cronológico, de modo que las primeras salas recuerdan el impacto que ejerció la naturaleza en los inicios titubeantes del maestro -La hoja, Los árboles, La hoja en espiral)-. Eran las demostraciones de una conciencia autodidacta bastante permeable a la irrupción de la pintura matérica y a la bocanada del expresionismo abstracto. Aunque Mario Merz buscaba sus propios materiales. Y los amalgamaba con la sabiduría de un alquimista que pergeña las recetas: el vidrio con el neón; la madera con la tierra; el plomo con la cera y la tela...
"Yo empiezo a trabajar de la emoción que me produce un objeto artesanal", señala Merz en una de las reflexiones que aparecen enmarcadas en la muestra turinesa. "Después me apropio de él, de su estructura, de sus secretos, decodificándolos y desentrañándolos hasta que consigo hacerlo vivir en sintonía con mi propia estructura físíca".
Es el apogeo del arte povera, aunque el artista milanés comienza a visitar a finales de los años 60 la idea recurrente del iglú. Quizá porque semejante fórmula geométrica permite a Mario Merz situarse en una posición equidistante del atractivo matérico, de la forma primitiva y de la esencia espacial: un espacio externo que mide (o replica) un espacio interno. Y que lo hace llevando a las tres dimensiones la forma arquetípica de una espiral.
Ahí radica la filosofía creativa de Mario Merz y adquieren cuerpo muchas de las obras más interesantes de la exposición. Particularmente el Iglú con árbol (1969) y el Iglú de Giap (1968), dedicado a un oficial del ejército vietnamita que le descubrió un principio militar extrapolable al ámbito de la cuestión espacial: "Si el enemigo se concentra, pierde terreno; si se separa, pierde fuerza", decía orgullosamente el estratega asiático.
Así que Mario Merz se apropió del aforismo, dejando al margen las connotaciones bélicas, pero centrándose en todas las implicaciones numéricas, físicas y matemáticas. No en vano Mario Merz se había propuesto convertir en neón la progresión de Fibonacci, es decir, una secuencia numérica que ideó el abad Leonardo da Pisa en el siglo XII según la cual cada número corresponde a la suma de dos los anteriores (1, 1, 2, 3, 5, 8, 13, 21, 34...).
Imposible llevar a escena la secuencia hasta el infinito, pero las paredes de la Galería de Arte Moderno recogen la instalación numérica de Mario Merz como si se tratara de un código de interpretación universal. Ya estuvo expuesto en la Documenta de Kassel en 1972, pero ahora adquiere un valor retrospectivo y constituye un punto de inflexión hacia nuevas experiencias creativas. Empezando por el guiño a la prehistoria y por la aparición de las criaturas primitivas, casi siempre con dimensiones gigantescas. Es un bestiario concebido a la luz del cocodrilo, de la iguana y del rinoceronte, cuyos símbolos feroces derivan la obra de Mario Merz a una nueva fuente de expresionismo, a veces barroco, a veces onírico. Una experiencia traumática después de la cual el maestro milanés se reconciliaría con la pintura y con nuevas formas de figuración. Incluido el rostro de su mujer, Marisa, que aparece en el epílogo de la exposición esculpido entre los resortes de una mesa de vidrio. Aquí termina el viaje de Mario Merz. Y empieza, porque es la ley de la espiral. De hecho, la obra recuerda vagamente las primeras telas de los años cincuenta y demuestra que Merz había dado una vuelta completa a la circunferencia del iglú.