El Salón de Reinos 400 años después
El Palacio del Rey Planeta
14 julio, 2005 02:00Velázquez: La lección de equitación del príncipe Baltasar Carlos. Colección privada
Hace ahora cuatrocientos años, en 1605, Felipe IV nacía en Valladolid. Su reinado, bien conocido gracias a los esfuerzos de los investigadores desde hace más de treinta años, marcado por genios como Velázquez o Calderón, es también el de la decadencia y el de los últimos brillos del imperio español.Los historiadores dividen el período en dos partes indicando como fecha de separación la de 1643, es decir, la caída del Conde-Duque de Olivares como valido, una vez fracasada su forzada política de unión de los reinos con la guerra contra Cataluña y la pérdida de Portugal en 1640.
En los párrafos anteriores ya se han nombrado los protagonistas principales del lugar que el Museo del Prado, principal depositario de la colección de pinturas atesorada por Felipe IV, ha elegido para conmemorarle: el Palacio del Buen Retiro. En efecto, durante los años treinta del siglo XVII, los esfuerzos coleccionísticos del Rey se concentraron en la ampliación y decoración de la Torre de la Parada y en la construcción y ornato de un nuevo palacio y jardines en el este de Madrid aprovechando unas posesiones del Conde-Duque y el lugar de retiro regio que, en forma de monasterio jerónimo, existía allí desde el siglo XV.
El inmenso edificio se levantó rápidamente con materiales de escasa calidad por Carbonell. Ello se documenta en la primera sala de la exposición del Prado donde se expone la maqueta del edificio realizada hace algunos años, la vista del mismo obra de Jusepe Leonardo, y, sobre todo, el maravilloso cuadro La lección de equitación del Príncipe Baltasar Carlos, de propiedad particular inglesa, de Velázquez, en el que aparece el entonces heredero con el fondo del Palacio.
El alhajamiento de tan vasto edificio se encomendó, sobre todo, a la pintura, que desde las más diversas procedencias fue reunida allí hasta llegar a las ochocientas obras. No todas se conservan y no todas eran de alta calidad, pero los encargos de Felipe IV a Roma en esta época se encuentran entre las grandes empresas de mecenazgo del siglo del Barroco a escala europea. El mostrar la importancia de estos encargos era una deuda histórica que el Museo del Prado tenía con Felipe IV que, en buena parte, se salda con esta exposición. En su segunda parte se exponen, en algunos casos por primera vez, los cuadros acerca de los usos y costumbres de los romanos, con obras de Poussin, Ribera, Domenichino, Lanfranco, Stanzione, etc., algunos de formato gigantesco (Las exequias de un emperador romano de Lanfranco es un extraordinario ejemplo de ello). El esfuerzo no sólo de restauración, sino de estudio de la serie (llevado a cabo por el Dr. Andrés úbeda, comisario de la muestra), resulta memorable, a la vez que imprescindible en los futuros planes de ampliación del Museo.
Ya hemos dicho que Velázquez, apoyado por Olivares, fue uno de los responsables de la decoración del palacio. Allí, junto a su participación decisiva en el Salón de Reinos, colgó obras como La túnica de José, que luego se trasladó a El Escorial y, sobre todo, una serie de bufones de los que el Prado conserva tres. Los vemos en la sombría y aun más grisácea sala central de la exposición, junto al problemático Calabacillas de Cleveland, que naufraga ante la estupenda serie del Prado (Don Juan de Austria, Pablos de Valladolid, Barbarroja), que preside el testero central de la gran galería del Museo.
El clímax expositivo se alcanza en la reconstrucción del Salón de Reinos, centro simbólico del Buen Retiro y uno de los grandes lugares de la Monarquía Hispánica. Resulta extraordinario contemplar la serie de batallas, en la que se encuentra Las lanzas, así como los retratos ecuestres de Velázquez, por fin comprendidos no sólo en su simbología dinástica (inolvidable la visión en alto, por fin, del Retrato ecuestre del Príncipe Baltasar Carlos), sino en su auténtico valor estético que se obtiene en la disposición museográfica ahora reconstruida. En esta ocasión también la muestra ha servido para restaurar alguna de estas grandes pinturas y, sobre todo, para reflexionar acerca de su hipotética disposición primitiva en el Salón de Reinos. El modélico estudio de José álvarez Lopera, inserto en el catálogo, avanza en el problema y apunta nuevas soluciones.
Estamos no sólo ante una exposición espectacular, sino ante una muestra de estudio e investigación científica de relevantes resultados, completada en su última sala con la visión de algunas de las obras de mayor calidad de entre las coleccionadas por Felipe IV: la serie de paisajes clasicistas con obras de Lorena o Poussin, que redondean este episodio del mecenazgo regio español, del que el Prado, tal es su riqueza, todavía atesora obras que aquí no se exponen.
Entre los proyectos de ampliación del Museo está el de la ocupación del ala norte del Palacio del Buen Retiro (donde se ubicaba el Salón de Reinos), uno de sus pocos restos que han llegado hasta nuestros días. Una reflexión obvia tras contemplar la exposición es que hay que recuperar este Salón de Reinos con los cuadros de batallas, los retratos ecuestres de Velázquez y los Trabajos de Hércules de Zurbarán, que, sin duda, quedarán todavía más potenciados que incluso como hoy los vemos. Otra, que hay que pensar muy bien los restantes cuadros que se expongan en función de su estado de conservación: el arqueologismo (en el sentido de exponer casi todo lo conservado) demasiado patente en la "sala romana", no puede extenderse a una disposición permanente necesariamente selecta, y que hubiera debido de serlo también en la muestra temporal (que, inexplicablemente, prescinde del San Pablo y San Antonio ermitaños de Velázquez, pintada para el Buen Retiro). Igualmente habría de tener en cuenta elementos tan importantes como los marcos de los cuadros (¿porqué esa absurda y fea "modernización" de los marcos de los cuadros de batallas?), o el fondo del color de la pared en la que se exponen. Definitivamente, ese gris plomizo que se ha adueñado de la galería central no sirve ni para Tiziano, ni para Manet, ni para los retratos españoles ni, mucho menos, para Velázquez o la pintura clasicista del Barroco italiano.