Image: Ignacio Evangelista, la nobleza anhelada

Image: Ignacio Evangelista, la nobleza anhelada

Exposiciones

Ignacio Evangelista, la nobleza anhelada

Selección natural

18 diciembre, 2008 01:00

Siete leonas en Hamburgo, 2007

Utopía Parkway. Reina, 11. Madrid. Hasta el 9 de enero de 2009. De 1.500 a 1.800 E.

Mostrar la ruina y la cara oculta y extraña de ámbitos y lugares que percibimos desde el sopor de la costumbre constituye el campo de trabajo preferente de Ignacio Evangelista (1965). Tras tomar como protagonistas a las casas caídas de pueblos abandonados, los muñecos de aspecto humano descentrado o las pistas de esquí sin nieve ni esquiadores, el valenciano sigue avanzando sigilosamente por un sendero fotográfico que en algún punto cabría tildar de metafísico. A partir de cierta fijación por captar las soledades de los objetos, las cosas y paisajes abandonados por nosotros -¿qué ocurre cuando no estamos?-, Evangelista propone un choque silencioso con el fondo de fenómenos y temperaturas socioculturales en imágenes que susurran revelaciones. En sus obras aparece sobre todo una reiterada alusión a lo natural violado, contraplano de lo paradisíaco tras la acción interesada y pueril de los seres humanos.

Visiones que subyugan, desplegando esa clase de belleza que sólo se encuentra en lo que, tras ser mancillado, permanece impasible pero nunca muerto o disecado.

Por ello, no resulta sorprendente que los protagonistas de la última serie -de unas quince fotografías- que ahora se expone en Madrid, sean los parques zoológicos, sus rincones y los animales que en ellos están recluidos. El zoo como rastro de un mundo pre-global, construido al dictado de la vulgarización del gusto por ese exotismo del asombroso mundo salvaje, al tiempo que occidente empezaba un acelerado divorcio con su vivencia de la naturaleza, ahora convertido en retórica patética de lo artificial que sólo sirve como pasto para avispadas y cínicas cintas de dibujos animados.

Lo más vigoroso de estas instantáneas de Evangelista -por otro lado seguramente las más logradas en cuanto a composición, uso de la luz y factura de toda su carrera- no consiste tanto en señalar el absurdo de semejante construcción sino en evidenciar, sin una pizca de sentimentalismo, ciertos límites invisibles entre lo humano y lo natural. Dos mundos que se reúnen uno a cada lado de ese cristal donde se revela la fascinación que aún sentimos por la bestia aunque ésta se encuentre cautiva. Un espacio de relación que, incluso travestido de espectáculo escenografiado y previsible, todavía nos hechiza y cuya nobleza acaso aún anhelemos.