Velázquez: El almuerzo, 1617

Es la mayor exposición del Hermitage salida de San Petersburgo. 179 obras que llegan al Museo del Prado para acercar y explicar las importantes colecciones del museo ruso. Organizada en colaboración con Acción Cultural Española (AC/E) y patrocinada por la Fundación BBVA, la exposición se enmarca en el Año Dual Rusia-España y se podrá visitar desde el 8 de noviembre hasta el 25 de marzo.

Tras la exposición que el Museo del Prado organizó en San Petersburgo en la que el museo madrileño explicaba su historia y desplegaba parte de sus riquezas en esta ciudad, es ahora el Hermitage quien se "explica" en Madrid. El interés de ambas manifestaciones no es sólo el de mostrar amplias selecciones de sus colecciones, incluyendo varias obras de gran importancia que sirvan de atractivo al público, sino el de narrar, en la medida de lo posible, el porqué histórico de una colección.



El Prado y el Hermitage tienen en común el hecho de tratarse de dos museos no sólo con piezas de importancia fabulosa, sino el de constituir las colecciones históricas por excelencia de sus respectivos países cuyos núcleos proceden de los conjuntos reunidos por reyes y emperadores, sobre todo, en el caso del Hermitage, a partir del siglo XVIII. De esta manera las dos instituciones forman parte esencial de la identidad cultural e incluso histórica de dos de los países más importantes de Europa. Su gran diferencia estriba en que mientras el Museo del Prado es una pinacoteca cuyos puntos fuertes se desarrollan desde los siglos XV a Goya, el Hermitage no se explica sin la presencia de unas importantísimas colecciones de artes decorativas, de escultura, de dibujos y de estampas, además de una significativa colección de pintura europea de los siglos XIX y XX.



Por ello la exposición en la que el museo ruso narra su historia en el Museo del Prado presenta varias amplias secciones dedicadas al mundo de las artes decorativas: el "oro de Siberia", con piezas de gran calidad procedentes de excavaciones de la época de Pedro I (1672-1725). El museo cuenta con más de 250 obras en oro de esta procedencia, de las que en el Prado podremos disfrutar de 15, entre ellas el maravilloso Peine con escena de batalla del siglo V A. C.; el "oro de los griegos" con la presencia de bellísimas obras procedentes de las excavaciones del Mar Negro, sobre todo de la tumba de Kub-Oba, entre las que destacaremos el Torque con jinetes escitas del siglo IV A. C. o el Colgante con la cabeza de Atenea Parthenos; "Orfebrería oriental", con piezas de las antiguas colecciones de Moscú y de los palacios de los zares de San Petersburgo, procedentes de compras o de regalos diplomáticos, como la Mesa india del siglo XVII, confeccionada a base de piedras preciosas; "Orfebrería occidental", cuyos conjuntos comienzan a ser importantes a partir de Pedro I el Grande y, sobre todo, de Catalina la Grande, que reinó entre 1729 y 1796 y construyó en su palacio una significativa pieza llamada la Sala de los diamantes. En esta sección destaca la fabulosa Arqueta de Eduvigis Jagellon, de 1533, que entró en las colecciones rusas en 1711.



Todo ello es buena muestra de que una de las vocaciones del museo del Hermitage fue la de constituirse en un "museo universal", una suerte de museo enciclopédico en el que, como ya sucedía en las antiguas "cámaras de arte y maravillas", solo que a escala gigantesca, tuvieran cabida objetos y obras de arte procedentes de las más variadas civilizaciones. Se trata de un tipo de museo, otros de cuyos ejemplos serían el Louvre o el Metropolitan de Nueva York, muy distinto al del Prado cuya singularidad descansa en sus colecciones de pintura hasta Goya.



El Museo del Hermitage, como tantos otros, es un producto cultural de la época de la Ilustración y debe la riqueza de sus colecciones a las iniciativas de Pedro el Grande y de la zarina Catalina la Grande, quien en 1764 compró en Berlín una importante colección de 225 pinturas, sobre todo de maestros flamencos y holandeses, que forman el núcleo de las colecciones actuales, con destino a su Palacio de Invierno. Todavía a finales de esta centuria se construyeron a orillas del Neva otros tres edificios con destino a las cada vez más ricas colecciones, aunque no fue hasta mediados del siglo XIX cuando se construyó un edificio especial, el Nuevo Hermitage, con el fin de exponer lo mejor de las colecciones imperiales, de manera que fue abierto al público en 1852. La construcción y el diseño de las salas de este edificio, obra de Leo von Klenze, son una de las realidades museísticas más importantes del siglo XIX a nivel europeo y en ellas lucieron, y lucen, las grandes adquisiciones que, como las colecciones Crozat de origen parisino o la de Barbarigo, de procedencia veneciana, son la base de la colección, como nos explica Michael Piotrovsky, el director del museo en un interesante e iluminador artículo en el catálogo de la exposición. Igualmente para la comprensión de la misma habría que añadir otra no menos interesante sección de la muestra con imágenes arquitectónicas del museo y de su entorno y la extensa selección de objetos de piedras duras, como ejemplo de uno de los sistemas decorativos más típicos del Hermitage historicista de Leo von Klenze.



Las colecciones de pintura del museo ruso destacan en obras maestras del Renacimiento italiano, como la Madonna Lita de Leonardo da Vinci, del barroco flamenco y holandés (no hay mejores colecciones de pintura holandesa fuera de su país de origen que las de este museo), del francés y del español. De todo ello podremos ver una buena selección en la exposición del Prado de la que destacaríamos pinturas como el San Sebastián de Tiziano, una de sus interesantísimas obras finales, el magnífico Tocador de laúd de Caravaggio o La caída de Haman de Rembrandt. La colección de pintura española es una de las más importantes, junto con la de Budapest, fuera de nuestro país y en el Prado se verán obras de El Greco o de Ribera, pero, sobre todo, dos pinturas de excepción: El almuerzo, pintura de la juventud de Velázquez, en realidad una de sus primeras obras, de hacia 1617, un período del maestro con muy escasa representación en España y en el Prado y, sobre todo, el maravilloso Bodegón de Antonio de Pereda, prodigio de equilibrio compositivo, iluminación y estudio de las texturas de los objetos, sólo equiparable a los dos de este mismo autor conservados en Lisboa. En el capítulo de dibujos, otra de las riquezas del Hermitage bien representadas en la muestra, sólo por ver las piezas de Alberto Durero, una Virgen con el Niño, François Clouet, un Retrato de Carlos IX de Francia o el Paisaje con patinadores de Jan Brueghel el Viejo merece la pena visitar la exposición.



Otra de las diferencias del museo de San Petersburgo y el de Madrid es el de la significación de sus colecciones de pintura de los siglos XIX y XX. La exposición nos permite contemplar buenas piezas de pintura del siglo XIX con obras de Ingres, Caspar David Friedrich, Monet, Renoir, Gaugin, Cézanne, Henri Rousseau, el Aduanero y hasta un magnífico retrato de Zuloaga como es el Retrato de Iván Ivánovich Schukin de 1899, uno de los grandes coleccionistas rusos de finales del XIX y principios del XX, al que se debe en buena medida la importancia de las colecciones rusas de arte de esta época, así como de escultura como, por ejemplo, el mármol, Primavera eterna, de Rodin, de 1906.



Todavía resultará más interesante al visitante no sólo la contemplación de algunos interesantes picassos de la época rosa (el preciosísimo La bebedora de absenta de 1901) y del período cubista, sino disfrutar, además de obras de Van Dongen, Matisse, Derain, Soutine, Delaunay o Morandi, con la oposición de dos de las más interesantes piezas de la pintura abstracta de la primera mitad del siglo XX. Con Composición VI del año 1913 Kandinsky llegaba, a partir del estudio de figuras de animales, ya irreconocibles en el lienzo debido al proceso de abstracción en que su autor se hallaba inmerso en esta época, a una de sus mejores obras de abstracción expresionista con las que causaría una de las principales revoluciones del arte de la segunda década del siglo XX. Por otra parte, la exposición nos permitirá contemplar la última de las cuatro versiones que Kasimir Malévitch realizó, hacia 1932, de su célebre Cuadrado negro, una de las pinturas más enigmáticas de todos los tiempos, en la que su autor veía la impenetrable "imagen de Dios" plasmando una especie de "cero absoluto" de total e inexplicable abstracción: Malévitch consideraba esta pintura, al menos su primera versión, como su obra más importante. La pintura fue trasladada en el año 2002 al Hermitage, constituyendo una de sus adquisiciones más importantes de la historia de la institución que con ello quiere señalar, como indica Piotrovsky en su artículo, la vocación del museo de extender sus colecciones no sólo al arte del siglo XX, sino al de nuestra centuria, radicalmente intuida en muchos de sus intereses por la obra "suprematista" de Malévitch que se expone en el Prado.