Oficina en Nueva York, 1962 (Montgomery Museum of Fine Arts, Alabama, The Blount Collection)



Es la más amplia y ambiciosa exposición de Hopper en Europa. Producida por el Museo Thyssen-Bornemisza y la Réunion des musées nationaux de Francia, se estrena en Madrid con préstamos procedentes de grandes museos e instituciones, como el MoMA o el Metropolitan de Nueva York, pero también de importantes coleccionistas privados. Son unas 70 obras que nos transportarán durante este verano, del 12 de junio al 16 de septiembre, a los reconocibles escenarios hopperianos.




Edward Hopper (Nyack, 1882-Nueva Yok, 1967) pertenece al grupo de los pintores sobre los que tenemos una imagen primera clara, un perfil definido. Como Matisse, como Mondrian, como Morandi. En su caso, estamos ante un pintor que -nos repiten- sintetiza la vida americana desde los años 20. Otros recrean modos y costumbres, deteniéndose en la escenografía, en los detalles, en lo accesorio; Hopper consigue algo más difícil: que admitamos como objetivas sus visiones personales. Lo comenta con frecuencia: "El arte importante es la expresión exterior de la vida interior del artista, y esta vida interior tendrá como resultado su visión personal del mundo". Aceptamos como síntesis de la vida americana cuadros que son fragmentos de realidad seleccionados de un modo muy personal; cuadros que son verdaderas lecciones de pintura. Cuadros sobrios, que se apoyan en una composición muy cuidada, capaz de marcar al ojo direcciones, recorridos, puntos de atención; cuadros tras los que se intuyen bocetos y estudios previos de color e intensidad; cuadros en los que el tratamiento de la luz dirige nuestra percepción de la realidad y del misterio; cuadros esenciales, en los que nada sobra. Cuadros en los que el pintor acepta el reto de analizar lo que ve y condensar en la imagen un problema plástico resuelto y añadirle una emoción. Al espectador le detiene su equilibrio, pero le conmueve la invitación a preguntarse qué ocurre en su interior. Por eso sus cuadros nos atrapan.



La ventaja de Hopper frente a otros pintores figurativos es su actualidad. En sus imágenes, escoge el momento del pensamiento, de la reflexión, de la distracción, y al espectador le es fácil imaginar un antes y tal vez un después, le es fácil prolongar cinematográficamente el cuadro, darle una vida distinta a la que tiene, añadirle movimiento. Aparentemente, Hopper pinta un escenario pero la clave está en los intermedios, en los silencios que incluye, en la mirada distraída de un personaje, absorto en sus pensamientos, en su acción o en el vacío, y lo que esa mirada nos transmite: intensidad siempre medida, nunca gratuita.



El reto de imaginar una escena

Tiempo detenido, pausa, pensamiento. Hopper pinta lo cotidiano y, en cierta medida, lo que buscaba el coleccionista de silencios radiofónicos de Heinrich Böhl: momentos de intensidad. Hopper condensa una escena en una imagen pero no elige un instante sino el resumen de la secuencia: por eso es un pintor actual, cinematográfico. Sus escenas de interiores no son la plasmación pictórica de una fotografía sino la síntesis de un relato cinematográfico. Los cuadros de Hopper parecen previos a una acción. Resulta difícil no aceptar el reto de imaginarla. "Las pinturas de Hopper siempre marcan el principio de una historia. En todas las gasolineras que pintó, esperas que un coche llegue en cualquier momento, con alguien sentado al volante con una herida de bala en el estómago. Así es como suelen empezar las películas americanas", dijo Wim Wenders, hopperiano confeso, como demuestran algunos homenajes explícitos en películas como El final de la violencia o en el tono de París Texas. Elia Kazan también reconoció su admiración hacia el pintor y Alfred Hitchcock supo ver como nadie el suspense en sus arquitecturas solitarias, y solo tuvo que añadirle intensidad dramática y el relato de una acción adicional con personajes: el arranque de Psicosis es un cuadro de Hopper, y la historia de La ventana indiscreta se puede entender como el desarrollo de lo que propone en otros.



La biografía de Hopper parece tranquila, con determinantes viajes a París en 1906, 1909 y 1910. El regreso es tenso, al comprobar que los pintores, hasta Robert Henri, su maestro más querido, defienden la necesidad de que los artistas fijen las pautas de una pintura americana propia, sin referentes. Entra en ese debate cuando, tal vez sin proponérselo, será uno de los modelos. A lo que siempre fue fiel es a la pintura, y en especial a la parisina de finales del siglo XIX. Las estancias en París, una de ellas prolongada con un viaje a Madrid, para ver el Museo del Prado, y a Toledo, las recuerda en relatos como un recorrido que tiene mucho de romántico. El viaje a París es claramente de formación, de estudio, de enfrentarse a la pintura europea. Hopper queda sorprendido por el libre y distraído bullicio de las calles parisinas, tan distinto al ajetreo que siente en Nueva York, y queda fascinado por la pintura del cambio de siglo, y por el clima que transmiten los poetas simbolistas. Dos mundos que no olvidará.



En Nueva York vive inicialmente de la ilustración, una práctica que, como posteriormente el grabado y su costumbre de preparar bocetos y llevar minuciosos cuadernos de apuntes, están en la base de su apoyo en un dibujo y una composición muy estudiados. La suya es un vida compartida con Josephine Verstille Nivison, su mujer, modelo y cómplice, dada su condición de pintora; con taller estable en Nueva York y una casa en el campo que terminó siendo referencia mítica para sus seguidores, Cape Cod. Una vida volcada en la pintura.



Hopper tiene una forma especial de pintar: cálida, próxima, sensual, pero sobria. Todo lo que aparece en la imagen se autojustifica, y se percibe siempre el modo de llevar el color, de dirigir la luz. Cuando pinta casas aisladas no las recorta ni las endurece frente al paisaje: las rescata, y lo hace de un modo que nos transmite vida interior. Por eso gusta tanto también a los escritores: les da un escenario y el arranque del relato. Imagino a Manuel Mujica Laínez escribiendo la historia de sus casas, de sus habitantes. Pintura observada, de lenta ejecución, como de tenue conversación del pintor con lo retratado.



Lugares de encuentro y personajes que miran

¿Qué pinta Hopper? En su viaje a París, puentes y paisajes; al regresar una visión esencialista y sobria de su realidad más próxima: carreteras en curva, gasolineras, estaciones, vías de tren; cafeterías, cines, teatros, ventanas, rótulos, luminosos, porches de casas de campo; habitaciones con paredes de color, ventanas y cuadros; ciudades, casas, hoteles, oficinas, escaleras… Lugares de parada, de encuentros, de conversaciones, de pensamientos solitarios. Y personajes que miran, casi siempre con miradas que acompañan, caídas, cuando el pensamiento se impone a lo visto. Lo hace en el momento en el que el cine se sirve de una iconografía similar para explicar el arranque de sus historias.



Con frecuencia se analiza la pintura de Hopper buscando intenciones psicológicas: el tratamiento del paisaje como si fuese un decorado es visto como imagen de la naturaleza perdida, incluso de la América pasada. "Mi deseo era pintar la luz del sol sobre una pared" es el cierre que le pone el pintor a las especulaciones sobre las intenciones de una pintura. La realidad es más sencilla: Hopper pinta su visión del mundo, de un entorno que observa y conoce, y a medida que se siente fuerte se atreve a hacer más visible lo que al principio solo esbozaba. Dos ejemplos clave: el sentido del espacio y el erotismo. Hopper define el espacio de un modo preciso: delimita las formas por la incidencia de la luz sobre la arquitectura; juega con los cambios de color y con una percepción de la luz inicialmente impresionista hasta adquirir densidad y hacerse más viva; acentúa tonos y rebaja colores; se sirve de perspectivas en fuga, de composiciones muy cuidadas, estables. Justifica visualmente lo que vemos pero, de inmediato, nos oculta parte de la escena y hace dialogar realidad con misterio. Lo hace al tiempo que introduce cierta confusión entre exterior y interior, abriendo éste mediante un gran ventanal, una puerta abierta, un cristal como frágil límite visual. Ese modo de plantear el cuadro, junto a su apoyo en la perspectiva, termina convirtiendo al espectador en visitante privilegiado y curioso, en voyeur, en partícipe de la escena: no está cerca pero la observa desde dentro y tiene ante sí las formas de mirar de los personajes. Solo le queda completar lo visto, ponerle movimiento y diálogos.



En el interior todo es posible

En los cuadros de Hopper existe un erotismo tenso, que quiere aflorar, en la manera como se observan y a veces retan los personajes. Parece final en Hotel junto al ferrocarril (1952), en el que una mujer lee ajena al interés con que la mirada de su acompañante se fija en los raíles del tren. El interior de la habitación es duro, el exterior aparece como un escenario abocado a la acción. Josephine, la mujer de Hopper, que tomaba notas sobre sus cuadros, sugiere que a la mujer "más le valdría vigilar a su marido y a las vías del tren"… En los estudios previos y el cuadro Oficina de noche, el relato es lo explícito que se permite alguien tan reservado como Hopper: en el primer boceto, el aspecto de la oficina es más conservador y el hombre, en apariencia mayor, observa a la mujer, que se sabe observada; en el segundo, el hombre, parece centrado en su trabajo y la mujer le mira; en el cuadro, el tratamiento del cuerpo de la mujer es más sensual, resaltado por la luz que entra desde un ventanal que no vemos, abriendo el espacio, y aparecen papeles sobre el sillón y en el suelo… En cuadros tardíos, el erotismo está en primer término, casi siempre con una mujer avanzando frente a la luz.



Hopper es un pintor de disfrute tardío, pero son muchos los artistas que declaran su devoción. Entre los españoles, los más fieles son, sin duda, Ángel Mateo Charris y Gonzalo Sicre, que viajaron buscando sus escenarios, viaje que recrearon en una exposición y un libro admirables, Cape Cod Cabo de Palos. Hopper está muy presente en los cuadros pintados en Vermont por Félix de la Concha, o en pinturas de uno de nuestros pintores más secretos, Alfredo Alcaín. Lejos de España, es David Claerbout el artista que, desde otras técnicas e intereses, mejor ha entendido el legado de Hopper.