Prácticas para ocupar el jardín de la Fundación Lázaro Galdiano, 2012

Fundación Lázaro Galdiano. Serrano, 122. Madrid. Hasta el 20 de mayo.



Cuando Bernardí Roig (1965) llegó a Madrid visitó a menudo este Museo de Lázaro Galdiano que por aquel entonces, era 1987, estaba desastrosa y penumbrosamente abierto. Pudo así conocer en estado puro esa suerte de Xanadú hispano que es el legado del financiero, editor, mecenas y, sobre todo, coleccionista hasta el ardor. De modo que cuando, unos veinticinco años después, en el momento álgido de su trayectoria y comienzo de su madurez creadora, José Jiménez llegó con la propuesta de esta exposición, para el artista mallorquín fue como conseguir las llaves de la cámara del tesoro. Un lugar que se articula con las claves esenciales de su trabajo de los últimos años como si hubiera sido pensado a propósito.



El contexto encaja como anillo al dedo con ese balanceo, sublime y romántico, trágico y barroco, con que su obra se mece entre el deseo incapaz y la muerte, entre lo carnal y excesivo y lo metafísico y elevado. Pues ¿qué otra cosa es el tesoro de un coleccionista sino deseo condensado, frenado y fracasado, transformado en esa Vanitas a la que atendieron los barrocos?



En sus recovecos, con tal sigilo que por momentos parecen más bien escondidas, Roig sitúa varias de esas características esculturas suyas de figuras humanas con algo de grotesco, blancas y unidas a una luz eléctrica y láctea de tubos fluorescentes o bombillas solitarias. Blandos fantasmas aparecidos en el palacio, suspiros de forma atraídos a y portadores de una luz ajena a la cálida iluminación de museo.



Luego, en un magnífico y lyncheano vídeo povera en b/n, acompañamos al artista caracterizado como un Tiresias actual (mitológico adivino de Tebas que, según algunas versiones, fuera cegado por Atenea tras sorprenderlo ésta mirando su desnudez), con esmoquin, ojos tapados y un foco de tremenda luz sobre la cabeza, mientras recorre las salas del museo, sin poder ver, extraviado por su deseo.



Abajo, junto a la sala de alhajas, dentro de una vitrina característica del museo, una serie de figuritas bañadas en plata trascienden lo kitsch y reconstruyen la escena de los perros de Acteón persiguiéndolo tras haber sido convertido éste en ciervo por Diana, castigo a su deseo carnal de fatal resultado para el mirón, cazador cazado. Preside un grabado en metacrilato que muestra el motivo de Diana siendo tomada por Acteón ya con cabeza de venado.



Entre medias, en la única sala donde lo temporal borra lo antiguo, el despacho del coleccionista es ocupado por diversas piezas que pueden considerarse un resumen de las líneas de trabajo de Roig. Incluido su apoderamiento y desvío de obras de arte creadas por otros, ejercicio de poseer hasta reducir a polvo las aspiraciones artísticas anteriores para forjar algo nuevo.



Tal encaje de categorías hace de esta rara antológica posiblemente la muestra más importante de Bernardí Roig. Porque sale triunfante de esa grave colisión con todas las búsquedas emprendidas por su trabajo hasta la fecha y lo hace mediante un compendio mesurado con que, no obstante logra intervenir un escenario dado que representa muchas de sus obsesiones, motor declarado y tan preciso como meridiano de su labor. Así, la mayor transformación aquí es la de la cámara del tesoro literal en metafórica, escenario de la representación del deseo latente y anhelante. En su medio, las piezas de Roig aparecen como polillas de voluntad apresada por la luz intensa, halo eléctrico que intenta disolver las sombras y las potencia, que permite ver algo pero quema la mirada. Polillas cuyo deseo de vida, insatisfecho, acabará descomponiéndolas.