Anette Messager: El desfile de la ardilla, 1994

CaixaForum. Paseo del Prado, 36. Madrid. Hasta el 19 de mayo.



Posiblemente sea la mejor exposición en Madrid: porque hace ostensible la necesidad del arte, en todas las culturas y civilizaciones, también aquí y ahora. Bajo la noción del caos (el mal, el desequilibrio, la enfermedad, la muerte) desfilan ante nuestros ojos piezas etnográficas y obras ya consideradas arte desde Grecia a nuestros días, como en un continuo plural y diverso, pero que expresan la íntima unidad del sentimiento ante el miedo, la búsqueda del ser humano de alternativas y la rebelión frente a lo que nos atenaza.



El recorrido, emocionante y visceral, hace que no sea una exposición de historia del arte, por admirable que sean cada una de sus piezas; sino plasmación del diálogo que podemos establecer entre culturas y a través de los tiempos gracias al arte contemporáneo, que se condensa aquí desde Goya hasta obras del año 2011 realizadas ex profeso para la muestra, saltándose periodos, ismos y tendencias al confrontarse al tiempo inmemorial del ritual.



Trajes procedentes de museos antropológicos y etnográficos

Porque si, como decía Walter Benjamin, el arte hunde sus raíces en el ritual, de lo que se trata aquí es de conectar con esa hondura rayana con la fe irracional y la locura, la violencia y el vuelo sublimado de lo que denominamos espíritu, sin embargo, sin la estructura comunitaria, ni la participación en el rito, ni la creencia en lo sagrado, domesticada, vaciada y marginal en nuestra sociedad secularizada.



El denso recorrido desgrana todas las formas y objetos de los mediadores, los maestros del caos: payasos sagrados, psiconautas y espíritus auxiliares, iniciaciones, viajes cósmicos y metamorfosis, vuelos, bacanales y exorcismos. Y en el centro, como en el corazón de las tinieblas, en un montaje en rojo y negro, la enfermedad y los objetos de poder, que ya no sólo sobrecogen sino que abiertamente nos atemorizan, en especial los procedentes de Benín y Costa de Marfil. Pero no menos penetrante es el vídeo de 1975 de Anna Halprin, Dancing my Cancer, en el que grita y se contorsiona hasta caer. Dice que sanó y a partir de entonces, dejó "de vivir para bailar, para bailar para vivir". Años después, formaría el primer grupo de danza de hombres seropositivos.



Jean-Michel Basquiat: Exu, 1998. Colección privada © VEGAP, 2013

A menudo el público se cierra ante el arte contemporáneo porque le resulta absurdo. Quizás lo absurdo sea confundirle, proyectando en las exposiciones la mirada especializada de la historia del arte sobre el arte mismo, porque historiografía y experiencia estética tienen poco que ver. Desde el inicio, las potentes piezas de los mediadores contemporáneos nos hacen el trasvase: Antoni Abad, el desmañado Thomas Hirschhorn, el mestizo Basquiat, el chamán Joseph Beuys; y Sergio Prego, Tàpies, Picasso, Barceló, Chloé Peine y Annette Messeger. Al final, desembocamos en la reunión de "conjuros sagrados" creada por el artista Arnaud Labelle-Rojoux al servicio de la transgresora risa grotesca: desde Gutiérrez Solana a Esther Ferrer, la zoofilia crítica de Oleg Kulik, el vídeo brutal de Paul McCarthy y el absurdo de Tracey Rose frente a los fluxus Pierre Houcmant y Ben Vautier ("no hay arte sin caos"). Las propias piezas de Labelle-Rojoux dialogan sin problema con el altar vudú kelessi de Azi Kokovivina, nacido en los años sesenta en Togo y "conocido como chamán bokon y referente del género concert party".



La exposición, procedente del prestigioso Musée du Quai Branly parisino, tras pasar por Bonn, termina aquí su itinerancia. Por el camino, ha dejado algunos participantes (Mike Kelley, los Chapmann, Alberola...), sustituidos por artistas españoles. Sin perder, sin embargo, un ápice en su pregnante contundencia. Imprescindible verla.