Richard Estes: Cabinas telefónicas, 1967

Museo Thyssen-Bornemisza. Paseo del Prado, 8. Madrid. Hasta el 9 de junio.

Paisajes urbanos, escaparates, restaurantes de comida rápida, últimos modelos de coches, relucientes motocicletas, máquinas de pinball, juguetes de hojalata, botes de kétchup... Las pinturas de la exposición 'Hiperrealismos' relata fragmentos de la vida cotidiana y algo más. Mariano Navarro lo analiza.

Surgido en los Estados Unidos a mediados de los 60, y expandido a Europa en la primera mitad de los 70, el fotorrealismo es uno más de los movimientos de acción y reacción que caracterizaron el arte del siglo XX. En este caso, una propuesta de "realismo extremo" en la representación de una imagen fotográfica, cuya objetividad se contraponía tanto a las tendencias abstractas y a la apropiación del arte pop, como al minimalismo y el arte conceptual entonces en sus formulaciones primarias.



Su primera representación internacional importante tuvo lugar en la célebre Documenta 5 de 1972, la que dirigió Harald Szeemann, en la que finalmente se incluyó una sección dedicada a "Los realismos" que, en el piso bajo de la Neue Galerie incluyó varias obras de los artistas norteamericanos, entre ellos Chuck Close, Richard Estes y Robert Cottingham, y también del suizo Franz Gertsch. También es importante aclarar que si ciertamente allí empezó la popularidad europea del hiperrealismo (término más habitual que el de fotorrealismo), la trascendencia para el mundo del arte llegaría con las obras expuestas en el Fridericianum, incluidas en lo que por primera vez se denominaron Mitologías individuales y que incluía a artistas como Beuys, Eva Hesse, Panamarenko, Richard Serra y otros, y de la muestra Idea + Idea/Luz que recogía las piezas conceptuales de Joseph Kosuth, Art & Language y John Baldessari, Robert Smithson, Dan Graham o David Lamelas.



Ahora, 40 años después de aquella Documenta, el Instituto para el Intercambio Cultural de Alemania ha organizado la primera gran exposición antológica que se le dedica en Europa al fotorrealismo y que viajará por distintas instituciones, entre ellas el Museo Thyssen de Madrid. Comisariada por su director Otto Letze la muestra reúne exclusivamente pinturas de tres generaciones de artistas, la germinal norteamericana, con las figuras anteriormente citadas, más nombres como Tom Blackwell o Don Eddy; la segunda generación, activa en los años 80 y 90, que apurará las novedades tecnológicas que se suceden en el campo de la fotografía, con obras del italiano Anthony Brunelli, el americano Robert Gnieweck o el francés Bertrand Meniel, y, por último, artistas actuales, como el italiano Roberto Bernardi o la británica Raphaella Spence.



Yidal Ozeri: Lizzie fumando, 2010 (detalle)

La muestra no se interesa ni por los aspectos históricos o la evolución de la tendencia, ni establece ningún tipo de discurso analítico o crítico respecto al concepto de representación y sus alternativas. Tampoco sigue el desarrollo particular de quienes podríamos considerar los artistas verdaderamente interesantes en una idea que no lo es tanto. Se limita a subdividir el medio centenar de pinturas de gran formato que la integran -y que se aprietan unas contra otras en las salas de la planta baja del museo, pintadas de un uniforme azul- en apartados genéricos: "Ciudades", "En la carretera", "Bodegones" y "Cuerpos" según ofrezcan panoramas urbanos de distintos lugares del mundo, imágenes de coches y motocicletas, distintos objetos de consumo agrupados de formas caprichosas o fragmentos de anatomías y desnudos.



Reconozco -no por ningún prejuicio y sí por convencimiento intelectual- que se me hace difícil compartir las especulaciones que estos pintores, salvo rarísimas excepciones, plantean sobre la representación, o sobre las convenciones establecidas en la representación de una representación. En primer término, los motivos que eligen no solo no establecen categoría alguna del mundo, sino que parecen casi unánimemente inclinarse por aquello más superficial de las apariencias o por lo más vulgar entre lo catalogable de estético. Cualquier comparación que se establezca entre la pedestre visión, por más que lo hagan siempre desde lugares elevados, de los actuales pintores de ciudades y los antiguos vedutistas italianos resulta inconcebible. No digo nada si eso mismo se intenta, incluso aunque sea con Chuck Close -un artista más allá de la clasificación-, entre cualquiera de sus retratos, como el de Ingres. No son cuestiones de anacronía, sino de pintura, y aún más de las prácticas viables a la pintura en un tiempo determinado.



Por otra parte, no puedo dejar de pensar que son pintores a los que atrae todo aquello circunstancial y lateral a la imagen, como si necesitasen competir en un juego que tiene más de malabarismo con el proyector y los pinceles que con un argumento de peso. Tienen una irresistible atracción por las transparencias y los reflejos, por todo lo que tintinea en la luz, aunque en esta exposición algo nos hemos librado, por los rostros distorsionados sea bajo el agua, tras el humo del cigarrillo o de la sustancia jabonosa que limpia los cristales. Me pregunto que mérito hay en que una superficie pintada resulte inconfundible... ¡Nunca lo es de una fotografía o de la brillante carrocería de un coche!



Concluiré apuntando que, sin embargo, satisface volver a ver las Cabinas telefónicas, 1967, de Richard Estes, que sigue combinando buena pintura e investigación visual, o asistir, aunque sea en capítulo aparte e inconcluso, a las variantes que Close ha realizado para hacernos pensar en cómo percibimos lo que ya sabemos que es una cara humana.