Image: Visita al estudio de Picasso

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Exposiciones

Visita al estudio de Picasso

Picasso en el taller

28 febrero, 2014 01:00

El taller (detalle), 1934

Fundación Mapfre. Paseo de Recoletos, 23. Madrid. Hasta el 11 de mayo.

La primera vez que un artista ejerció su derecho a exponer por su cuenta, al margen de normas y academias, fue en 1855, con la exposición El Pabellón del Realismo organizada por Gustave Courbet para exponer una obra que había sido rechazada por el jurado de la Exposición Universal de París. Se trataba de El taller del pintor, hoy en el Musée d'Orsay. En esta monumental obra Courbet se autorretrata en su estudio pintando un paisaje, acompañado, a ambos lados del caballete, por quienes podrían ser protagonistas de sus pinturas, una mujer desnuda y el escritor y amigo Charles Baudelaire.

No era la primera vez que un artista se representaba a sí mismo en su lugar de trabajo -hay ejemplos memorables de Velázquez, Rembrandt o Goya-, pero sí fue la primera ocasión en la que el taller adquiría el rango de declaración o manifiesto del artista frente a la sociedad de su tiempo y, también, de toma de conciencia de su posición artística y su intimidad personal. Desde entonces, muchos artistas, y no sólo pintores, han sido los que han especulado sobre el taller y el estudio como emplazamiento de su idea de la pintura.

Muy pocas ocasiones tendrá el aficionado como las que ofrece Madrid estos días con dos exposiciones excepcionales, que reflexionan sobre este asunto. El Museo Thyssen, con Cézanne site/non-site, y la Fundación Mapfre con Picasso en el taller, que, con más de un centenar de obras, aborda de manera monográfica e inteligente el territorio íntimo del estudio, uno de los preferidos del artista malagueño. Comisariada por María Teresa Ocaña, que fue directora del Museo Picasso de Barcelona durante más de dos décadas, la muestra presenta varias líneas concurrentes de trabajo. Con un espléndido prólogo, que por sí sólo merecería la visita, y que recoge el imponente Autorretrato con paleta, 1906, del Philadelphia Museum, y dos apuntes, cubista uno, clásico otro, con el mismo motivo del hecho de pintar, la exposición recoge obras desde los años veinte hasta unos pocos años antes de la muerte de Picasso, en 1973.

Hay, en toda la muestra, dos temáticas vertebrales: la naturaleza muerta y el motivo del pintor y la modelo, que va desvelando sentimientos encontrados de la relación que tuvo Picasso con la pintura. Lo plasma en muchos de los estudios que tuvo a lo largo de su carrera en París, desde el Bateau Lavoir del conocido Autorretrato con paleta, antes citado, hasta Mougins, pasando por el Boulevard de Clichy, el Boulevard Raspail, la rue de la Boétie, el Quai des Grands Agustins, Boisgeloup, Vauvenarges y La Californie. Lo vemos también en un bellísimo recorrido fotográfico de mano de David Douglas Duncan, Franz Hubmann o la misma Jaqueline Picasso, de quien son la mayoría de las tomas. Entre la curiosidad y cierto fetichismo exhibe también un conjunto de paletas del pintor, que viajan a España por primera vez, y una suerte de bodegón con sus pinceles, tubos y botes de color. De este modo, la propuesta de la comisaria huye de estereotipos, como el manido de las transformaciones en su obra cifradas en las mujeres de su vida, para centrarse en la evolución, desarrollo y metamorfosis de los temas antes enunciados. Un primer conjunto de una veintena de obras reúne bodegones del tramo central del cubismo sintético, tanto en soledad como dispuestos ante una ventana o balcón, que acentúa su pertenencia a un interior. Muchos pertenecen a colecciones particulares que se ven ahora por primera vez, mientras otros son más conocidos por su exhibición habitual en grandes museos, así ocurre con el fantástico Naturaleza muerta con busto, 1925, del Pompidou de París.

En la segunda parte de la exposición, las obras realizadas ante el Mediterráneo, a las que vuelven ventanas y balcones -con la amena presencia de los pichones-, el fulgor de los rojos y azules tocados por negros envolventes, cierto modo de la construcción de la luz interior del cuadro y una apreciable voluptuosidad en la pincelada, confirman de manera visible el permanente diálogo de Picasso con Henri Matisse. Una conversación en la que el genio francés tendría su propio monólogo sobre el papel de la modelo.

Si bodegones y naturalezas muertas nos revelan en el recorrido el distinto impacto que tuvieron en su obra los acontecimientos españoles, europeos y universales, como la Guerra Civil o la Segunda Guerra Mundial, en cuyos tiempos produjo algunas de las vanitas más sobrecogedoras de la pintura española, los cambios en su visión del estar del pintor y la modelo funcionan como un impresionante diario de los cambios vitales y artísticos del propio Picasso. Así, por ejemplo, dejando al visitante que goce de la diversidad de las pinturas, dibujos y gouaches que la componen, vendré yo a concretarlo en dos series distintas. Si el espectador compara los grabados de la Suite Vollard, de 1933, cuando el pintor aún no había cumplido los 45 años, con los dibujos de la Suite Verbe, 20 años después, momento en que el pintor inicia su entrada en la vejez y acaba de ser abandonado por François Gilot, asistirá al paso de una sensualidad apolínea -en la que la abstracción de la obra convive con la clasicidad formal de los cuerpos del artista y su inspiración-, a una "comedia humana", como la bautizó Michel Leiris, en la que es un irrisorio viejales atemorizado por la pujanza del desnudo frente a él o un mero sustituto, pues es ella quien está ante el lienzo en blanco, pasando de modelo a autora. Un salto idéntico al que cabe percibir entre aquella primera pintura de 1906, que tiene algo de la grandeza egipcia que el Aduanero veía en Picasso, y la última expuesta, fechada en 1969, con más de 70 años de diferencia, Hombre en un taburete, doméstico, vulgar, con un punto próximo a lo escatológico.