Detalle de He Xie, 2011

La Virreina. La Rambla, 99. Barcelona. Hasta el 1 de febrero.

Que la queja es un elemento asentado en el sector cultural no es ningún descubrimiento. Será porque aquellos que nos dedicamos a la cultura estamos afectados por un mal de inquietud que se revela muchas veces en inconformismo y otras en simple incomodidad quejosa. El inconformismo y la queja aparecerían así como las dos caras de la misma moneda. Evidentemente, el arte, como parte de la cultura, no es ajeno tampoco a ambos estados de ánimo. Y ambos se pueden observar en un artista como el chino Ai Weiwei (Pekín, 1957), del que La Virreina de Barcelona ofrece una amplia retrospectiva.



Cuando en arte contemporáneo aparece la habitual queja de su escasa presencia en telediarios y en las páginas de los diarios, sin duda no se está pensando en artistas como Marina Abramovic o Ai Weiwei. Ambos son auténticas figuras mediáticas: de Abramovic habla hasta Lady Gaga y Ai Weiwei ha aparecido no sólo en la sección de cultura de las noticias sino también en la de política, convertido en el icono de la oposición al régimen chino. Ha adquirido un estatus semejante al de estrellas globales del pop como Bono de U2: con rasgos comparables como la conciencia política y el no faltar a ninguna causa. Algo que, más allá de un ejercicio laudatorio de la figura de Ai Weiwei, quizá esta exposición habría estado bien que recogiese: al final, un recorrido biográfico mezcla hazañas artísticas y políticas. Esa mirada más alejada del artista como fenómeno mediático no está y, seguramente, aprovechando la gran afluencia de público (por número de visitantes esta será la exposición de la temporada en La Virreina y seguramente en la ciudad) habría sido útil para desplegar un dispositivo crítico más complejo.



Perfil de Duchamp, 1983

El inconformismo, por otro lado, es obvio en el caso Ai Weiwei: desde su oposición inicial al régimen maoísta tras su regreso de Nueva York en sus años de formación y darse cuenta que en su país no es nadie; hasta su actual situación sin poder salir de China después de haber sido detenido por visibilizar el número de niños muertos en el terremoto de Sichuan en 2008. Sin embargo, es curioso como en una exposición como esta, quizás lo más interesante está en descubrir esos años de formación del artista en Nueva York. Tal vez por el aroma a ingenuidad que destila fotografiarse al lado de Allen Ginsberg. O la fascinación por Duchamp que le lleva a hacer algunos ready mades y homenajes al artista. Con esas referencias se entienden mejor algunas piezas clásicas de Ai Weiwei como la vasija de cerámica tradicional china con el logo de Coca-Cola. Ahí juega con los cambios de significado, utilizando los objetos como metáforas, igual que en la gran instalación en la que juega con el sonido de las palabra fuck en inglés y su significado en chino.



Ese es el Weiwei gradilocuente que necesita tanto una sala entera para un juego de palabras como diez toneladas de pipas en cerámica para llamar la atención sobre la tradición. O el que, a pesar de su compromiso, colabora con Herzog & de Meuron en la construcción de un estadio para los juegos olímpicos de Beijing que acaba resultando un fiasco. También es el Ai Weiwei directo y fácil que hace del arte contemporáneo un instrumento de consumo: la larga serie de fotografías con el dedo haciendo la peineta a tantos edificios singulares bien podría pertenecer a una campaña de ropa tejana rebelde. Y, sin embargo, en la exposición su compromiso es más interesante cuando aparece de una manera comedido, apoyado en sus fotografías y recalcado por los textos de sala que hilvanan la narración vital y artística de Weiwei.



Es fácil caer en lecturas planas sobre el trabajo de Ai Weiwei: tan fácil es quedar obnubilado por su trayectoria vital, por su compromiso, emocionarse frente a las imágenes de su detención o en la recreación que de ella hace a ritmo de videoclip; como es fácil caer en el tópico de que en tanto que mediático queda desactivado, que no se puede ser famoso y comprometido al mismo tiempo, tener ideas opuestas al régimen y necesitar seguridad. Sin duda, más allá del artista como fenómeno mediático, el caso de Weiwei es una buena oportunidad para reflexionar sobre no pocas contradicciones que la exposición apenas sobrevuela (seguramente es el precio a pagar por el hecho de que el mismo artista haya supervisado desde su mesa de Beijing, que da título a la exposición, todo el montaje). La primera es que justamente el compromiso político y el ejercicio de la denuncia sobre China no sólo forma un rasgo característico de su obra sino del nuevo arte contemporáneo chino que es, en definitiva, uno de los productos visibles y que más cotizan económicamente en la actual China liberal en lo económico y maoísta en lo social. O la abrumadora presencia del artista, casi como un ejercicio de culto a la personalidad, asemejándose de nuevo a Marina Abramovic, esa otra estrella pop del arte, verdadero leitmotiv que recorre su producción a lo largo de causas que parecen escenarios: Ai Weiwei en Sichuan, Ai Weiwei detenido, Ai Weiwei recordando que ha sido detenido...