Detalle de una de las obras de la serie Circo, 1992

Museo Reina Sofía. Santa Isabel, 52. Madrid. Hasta el 5 de enero.

Es una exposición largamente esperada. Desde el fallecimiento de Patricia Gadea (Madrid 1960-Palencia 2006), muchos han sido los intentos por volver a ver su trabajo y hacer realidad una gran retrospectiva de su obra. No sólo se trataba de justicia poética, porque ante su marcha inesperada en el medio artístico se abrió el hueco del silencio, al no despedirla como se merecía. Echábamos de menos sus imágenes valientes, imposibles y resueltas, auténticas.



Además, había toda una serie última apenas conocida, realizada en Palencia, de lenguaje íntimo y escueto sobre papel, de la que apenas había podido verse algún ejemplar en 2008, en la colectiva del espacio itinerante Doméstico bajo la denominación El papel del artista. Y dos años después, en la excelente síntesis de su trayectoria que realizó José María Parreño en la galería ArteSonado en La Granja (Segovia), casi coincidiendo con la primera edición de los Premios MAV (Mujeres en las Artes Visuales), donde se eligieron algunos de esos papeles para regalar a las galardonadas en un evidente gesto reivindicativo que rendía homenaje a Gadea, erigiéndola como símbolo de tantas artistas eminentes pero olvidadas. El año pasado, la pequeña exposición en la madrileña García Galería, ante un público más amplio, demostró la vigencia de su trabajo, también ante las jóvenes generaciones, que la descubrieron como una pionera de la bad painting a la española y también del dibujo pobre y en minúsculas, que se viene cultivando desde la década de los 90. Modestos esfuerzos que demuestran que el reconocimiento artístico comienza y se impone siempre desde el compromiso personal en el propio ámbito profesional.



Aun más en el caso de Gadea. Desde su primera exposición en 1983 en la galería Grupo 15, con el respaldo de María de Corral y Carmen Jiménez entre otros, es elogiada por los críticos entonces más exigentes. Fortuna crítica, materializada en premios, instituciones y galerías, que le acompañará durante más de veinte años hasta su destierro en Palencia, cuando Patricia Gadea inicia una lucha solitaria para desintoxicarse de sus adicciones sin dejar de luchar, como siempre, a la intemperie, con la creación de imágenes.



Ahora, entra por la puerta grande del Museo Reina Sofía con una amplia exposición, que reúne 120 obras, desde pinturas y cartones en gran formato hasta las últimas aguadas y dibujos, la mayoría inéditos. La muestra, comisariada por Virginia Torrente, está bien ordenada, marcando periodos estilísticos y vitales.



Al inicio nos topamos con la incontenible energía colorista de sus cuadros en gran formato a principios de los años 80, cuando la entonces jovencísima Gadea sabe plasmar ya en su pintura toda la euforia de la movida: no necesitaríamos más que estos testimonios visuales para casi tocar aquella época. Son acrílicos muy densos, con mucha pintura y mucho que contar. Irreverente, ironiza con diversos estilos que conjuga en un sólo cuadro: ecos de la nueva figuración madrileña junto a abstracción expresionista con dripping a lo Pollock, pop y collages de tebeos populares. Ya sabe mucho de la historia de la pintura pero apuesta por la baja cultura. Ya sabe mucha pintura y para el asombro de quienes quedan deslumbrados ante sus imágenes, todo le cabe en el lienzo. Entonces, escribe F. Calvo Serraller, "lleva las tijeras en los ojos". En sus propias palabras, entiende el cuadro como "vibración" y para que "no caiga en la anécdota o en la figuración" parte de la "perspectiva satélite": una distancia por la que, por ejemplo, en Ritmo del mundo, 1984, vemos a un personaje pasando la aspiradora por un bosque, en un cuadro dentro del cuadro, que es un mapamundi con dibujos de escenas sobrepuestas, una ciudad emanada de un pequeño globo terráqueo y a la vez contenido en el pulpo sicodélico de ojos de fantasmas y piernas con tacones de bailarinas.



Detalle de la pintura Ritmo del mundo, 1984

Ya tiene su propio universo, donde se reúne lo doméstico y lo surreal, la risa y la crítica, y abunda el magenta (color asociado al feminismo) con el que colorea las figuras, como en Pata con teléfono, o lo estampa, arrojándolo, como en The Family Spanish, ambos de 1986. La poética de Patricia Gadea se perfila ya, además, como una gran depositaria de la memoria de la cultura popular en la España de su infancia que, si bien muy poco antes Carmen Calvo comenzó a explorar en tono surreal y grave, ella lleva a un terreno camp y de humor tierno pero también corrosivo.



Ese imaginario no desaparece durante su estancia en Nueva York, entre 1986 y 1989, cuando forzada por el exigente medio artístico, intenta conciliar Las invenciones de Rube Golberg con su versión española, los inventos de TBO, en acrílicos y cartulinas más limpios. Pero también allí se reapropia de los collages feministas de Martha Rosler, es entonces cuando, según Dionisio Cañas, Patricia toma consciencia de su posición feminista, con largas discusiones con Dionisio y el pintor Juan Ugalde, compañero en la vida y en el arte. Y se manifiesta su particular Patricia's War, 1987. Antes de su vuelta a España, protagonizará una individual en una galería, comisariada por Octavio Zaya y titulada Patricia Gadea. Alcohol y terrorismo.



Un capítulo en el que se ha hecho hincapié, y con acierto, es la serie Circo, de 1992. La utilización de carteles de publicidad circense, arrancados para pintar encima, desemboca en una galería de la sociedad del espectáculo Made in Spain, por la que desfilan los políticos y fastos de ese año de espejismo, cuando se celebra la Expo en Sevilla, los Juegos Olímpicos en Barcelona, y la capitalidad europea de Madrid. Gadea pertenece a esa entonces minoría que está ya francamente desencantada de la Transición española: de la caspa, a pesar de las promesas de cambio y modernización; y del desenfrenado consumismo, que se abortará inmediatamente con la crisis económica. Un diagnóstico con el que hoy se identifica mayoritariamente la sociedad española y cuyas imágenes entendemos ahora como premonitorias, de aplastante lucidez y vigencia actual.



Sin olvidar el sexo. Algunas de esas imágenes son protagonizadas por estrellas circenses, como Pinito de oro y otras, visibilizando la férrea alianza entre sexismo y capitalismo. A partir de entonces, comienza la etapa más netamente feminista de Gadea, con cuadros magistrales como Diosas, esposas, rameras y esclavas y el despliegue de una serie de pequeñas heroínas de la infancia de la pintora, tomadas de la televisión y de la publicidad de juguetes. Es interesante destacar que, mientras surgía un nueva generación de jóvenes artistas que bebían directamente de fuentes anglosajonas, como se dictaminó en la exposición Genealogías feministas en el arte español: 1960-2010 celebrada en MUSAC el año pasado, Gadea dominaba el repertorio hispano con su lenguaje maduro y propio, que se prolongará en los dibujos de la última época, cuya frescura y verdad no tienen nada que envidiar a las grandes artistas feministas en el panorama internacional.



Sólo un pero. Es una lástima que muestre sólo a la Gadea pintora, dejando su perfil performativo, que cultivó desde el inicio en salas y en la calle, y su lugar en Estrujebank y otras iniciativas colectivas, siempre dispuesta a encabezar como agitadora cultural la revuelta contra un arte elitista y para las élites. En parte, el catálogo lo enmienda. Pero todavía queda por explorar.